viernes, mayo 02, 2008
Larga Distancia
Sucede que H. y A., su compañero de viaje, miran la televisión cuando el primero recibe una llamada de su madre, quien está en la ciudad de Monterrey. El teléfono llega a timbrar cuatro veces, H. levanta, ¿Hola?, dice H., ¿H.?, ¿cómo estás, hijo?, pregunta su madre, a lo cual H. responde que bien, que normal, que acá todo tranquilo, que acá no pasa nada, y cosas así, mentiras piadosas del mismo estilo que las mentiras que se aprenden de los libros blancos de la vida, entonces la conversación va cayendo en huecos y baches y abismos de trivialidades que oscilan en lo familiar, en lo escolar, en las desmemorias, en las distancias. De pronto, cuando la plática ha tomado un rumbo inalterable, a H. le dan unas brutales y tremendas ganas de llorar, como es habitual cuando habla por teléfono con cualquier miembro de su familia, pero como es hombre, y los hombres, piensa H., sólo lloran hacia adentro, se muerde el labio y continúa como si nada, con los ojos a punto de desbordarse en lágrimas, a punto de derretirse, como si fuera la bombilla del living un insoportable sol y los ojos unos inanimados cubos de hielo. Cuando la llamada termina, cuando los auriculares se despiden del sentido del oído, el sentimiento de llanto ha pasado, mas no el hueco en el pecho, un hueco en el pecho de los malos, de esos que no se llenan con nada. Mientras H. trata de restablecerse, A. se levanta del sillón donde miraba televisión y avisa que irá a un cibercafé durante una o dos horas. A. sale, presiona el botón del elevador. Cuando H. escucha el sonido del ascensor que está, paradójicamente, descendiendo a la planta baja, toma el teléfono, levanta el auricular y marca un largo número. ¿Bueno?, contesta una dulce voz divina. Mamá, soy yo, dice H.