sábado, diciembre 27, 2008

Última Vez

1. Empiezan a beber en el salón de clases, algunos van llegando con bolsos, mochilas o morrales que, al moverse, dejan escuchar los golpeteos de las botellas, unas son Quilmes, unas son Schneiner, unas son Stella Artois, aunque la Stella Artois no es la preferida de H., así que H. toma un vasito de plástico y se sirve Quilmes, y cuando la prueba se da cuenta que no está tan fría como quisiera, pero eso poco importa a estas alturas del año, del curso y de la noche. Durante las tres horas de clase, la última clase, los dos profesores, el de dirección de arte y el de redacción, platican con los alumnos cosas más que extra-escolares, casi nadie habla de campañas ni de conceptos ni de titulares ni de insights, por lo que el tiempo parece correr más rápido. Cuando dan las once, sale el grupo, cual ordenada caravana de excursión, hacia el departamento de uno de los alumnos, quien lo ofreció para reunirse por vez última en este peculiar veinte de diciembre. El invierno queda atrás, el verano, este verano tan raro, tan húmedo y tan bochornoso y tan pegajoso, de pronto se vuelve irreconocible, pierde forma y fondo, es entonces que, mientras los veinticinco o treinta seres que conforman aquel grupo caminan por Honduras en el sentido que va hacia la Plaza Serrano, comienza a caer una tenue pero persistente llovizna, obligándolos a, en la escasa medida de lo posible, avanzar pegados a la pared, poniendo en los techitos de las casas la última esperanza de no mojarse. Finalmente, luego de algunos quince o veinte minutos de húmeda caminata, llegan al edificio indicado, suben, ordenan más cerveza, por suerte el delivery de bebidas es rápido, y las cervezas están frías, y entonces, instantes después, el timbre del departamento suena y se anuncia el repartidor de pizzas. El departamento es amplio, como, piensa H., han de serlo la mayoría de los departamentos de este barrio de Palermo Soho. Las amplias ventanas de la sala y el cuarto piso en el que están ubicados, regalan una clara vista, casi fotográfica, hacia las calles vecinas, hacia los edificios contiguos. Es en éstos últimos donde se pueden dilucidar sombras a través de las ventanas, luces que se filtran por las cortinas, movimientos y andares lejanos y mudos. Entre conversación y conversación, de pronto un chico argentino compañero de curso, como suele suceder, se anima a tomar una guitarra, y repentinamente, y esto le parece a H. más parte de un sueño que de una realidad, una compleja y alcoholizada y mal anudada realidad, se ven cantando, cual fogata en el bosque o en la playa, el famoso “Cielito lindo”. Cuando terminan de cantar, alguien, sin saber cuál de los argentinos, colombianos, mexicanos o venezolanos lo dice, levanta la voz y lanza la pregunta al aire, ¿No te sabes ninguna de Molotov?, dice. Entonces las cuerdas vuelven a vibrar, las voces se unen de vuelta, arrastrando las palabras, los ojos a medio cerrar. 2. Terminan en un sofá sucio y desgastado. El sol, cegador, tortuoso, entra sin permiso por las ventanas, como si al verlas abiertas se hubiera sentido invitado. En el departamento no quedan todos. Sólo unos tres chicos y cuatro chicas, de distintas nacionalidades, con distintos acentos. Cuando, minutos después, ya sin muchas energías, ya sin mucha vida, se despiden unos de los otros, H. le dice a un amigo, Qué raro se siente saber que ves a alguien por última vez. Su amigo sólo asiente. Luego de salir del edificio, H. camina hacia la avenida Santa Fe, para tomar el colectivo hacia su departamento. También es la última vez que ve esa avenida, ese colectivo, ese recorrido, pero no se entera hasta varios días después.

miércoles, diciembre 17, 2008

Llamadas

1. Un día, H. despierta de buen humor, y aunque a ciencia cierta no sabe por qué ha sucedido tan inusual cosa, se dedica a disfrutarla lo más que puede, así que luego de hacerse un café mientras tararea una canción de contagiosa melodía, se dispone a dar un paseo, vía control remoto, por los distintos canales de noticias que figuran en el televisor. Después de algunos tragos, el humeante café le brinda las suficientes luces como para recordar, al menos vagamente, que cuando aún dormía escuchó, muy lejos, más dormido que despierto, el insistente y repetitivo timbrar del teléfono. Indiferente, sin permitir que la inquietud o curiosidad que en todo caso pudieron hacer sombra en su mente logren reducirle el buen humor, continúa mirando la caja negra, cuando, repentinamente, mientras se enteraba de una noticia sobre el deceso de un actor argentino de teatro, el timbre del teléfono se hace notar estruendosamente, opacando al audio del televisor. H. posa la taza de café, todavía caliente, sobre la mesita que está al lado del sillón donde estaba sentado, para luego alcanzar el aparato y contestar con una voz todavía medio seca, medio ronca, medio torpe y adormilada. Es la mamá de su roomate. Se saludan, se dan los preliminares típicos de una llamada por teléfono. Luego de éstos, cuando, al menos en teoría, debiera aparecer la voz de ella preguntando por su hijo, cuando H. se preparaba para decir que éste no está, que éste salió y que no sabe a dónde, ella le dice a H. que acaba de hablar con su mamá, que lo está buscando, que hace un rato le telefoneó varias veces pero que nadie atendió, así que le dice que la llame, pues está esperando que H. se comunique con ella. Está bien, dice H. de lo más normal. No se te vaya a olvidar, dice ella, porque me dijo que le urge. Está bien, dice H., ahora mismo le llamo. H. se despide. Ella se despide. Ambos cuelgan. H. toma la tarjeta de llamadas de larga distancia y comienza a marcar un montón de números, uno tras otro, con una velocidad que abruma, con una destreza que asusta, tal como las casualidades y los giros y los reveses que da el mundo. Quien contesta en su casa es su prima, quien no vive ahí, quien por lo general nunca está ahí, mucho menos a las once de la mañana de un martes de diciembre. Todo es raro, piensa H., sosteniendo la tarjeta en una mano, el auricular en la otra y el aparato telefónico descansando en el regazo, y luego mira la taza de café, que cada segundo parece perder calor, dejando así de humear. Soy. H., dice, ¿cómo estás?, pregunta, dispuesto de nuevo a entablar los saludos y preliminares y gentilezas que dan inicio a una conversación telefónica. Hola, H., déjame te paso a tu mamá, dice su prima, brincándose todos los preliminares de un solo salto, y un salto bastante grande y presuroso, como si lo que viniera tuviera prisa de llegar. Así que mientras aguarda en la línea a que su mamá conteste, H. vuelve a mirar la taza de café, que ha dejado de humear por completo, y recuerda entonces los inviernos de su niñez, cuando, en días de frío, jugaba con sus amigos del barrio a exhalar aire y crear vapor en el vacío, fingiendo que estaban fumando. Es como si la taza hubiera dejado de exhalar, piensa. En esto contesta su mamá, quien luego de saludarlo le dice que le tiene una mala nueva. Anoche se puso mal tu abuelo, le dice, y entonces comienza la historia que H. no conoce, pero que, muy en el fondo, todos conocemos, puesto que todas las vidas son iguales, y las historias de las vidas también, y, en consecuencia, las historias de las muertes son también todas iguales. Palabras van, palabras vienen, las frases se cansan de ser repetidas hasta que terminan perdiendo todo sentido, toda utilidad. Fue todo tan rápido, fue todo tan de repente, no hay palabras, lo siento mucho, te acompaño en tu dolor, mi más sentido pésame, estoy para lo que necesites. 2. Después de colgar, H. piensa en que le faltaban sólo dos semanas para regresar a México, piensa en que un día antes había sido el cumpleaños de su mamá, piensa en la tristeza, en la lejanía, en las señales, en las casualidades y en los giros y en los reveses que da el mundo. Piensa también en que, antes de esta llamada, lo último que había platicado con su mamá acerca de su abuelo era que éste había preguntado por H., entonces H. imagina a su mamá explicándole a su abuelo qué tan lejos queda Argentina, qué tan lejos queda Buenos Aires, qué tan lejos queda el sur.

domingo, diciembre 07, 2008

Piezas De La Crisis

H. no siempre tiene los suficientes ánimos para escribir. En ocasiones, la debilidad de las piernas se le pasa al espíritu, aunque la mente luzca lúcida en historias, argumentos y situaciones, así que en esas tardes o noches de debilidad, aunque mayormente son noches o madrugadas, dado el tergiversado horario en que vive, toma el cojín del sillón y con un pretencioso y absurdo desdén lo lanza a la alfombra, para luego recostarse a buscar en la televisión algo que pueda llenar ese espacio que desde hace años tiene libre en el pecho. Cierto día descubre un método al parecer productivo. Cuando se le ocurre algo para escribir, pero no tiene ganas, ánimos, valor o huevos, se imagina la historia siendo él el personaje principal. Se sustrae de la realidad, se aleja de la situación, parándose en un lugar que no existe y que sin embargo le permite verse desde afuera, a sí mismo, recostado sobre ese pálido y desgastado cojín amarillo. Entonces la historia comienza. Se ve a él mismo, a su personaje, ponerse de pie y, sin mudar de vestimenta, salir a la calle y empezar a darle rienda, vida y cuerda a las extrañas maquinaciones de sus pensamientos. La mayoría, no siempre, pero sí la mayoría de las ocasiones resulta útil, pues, ya más entrado en la historia, más enamorado de las calles, del viento, del asfalto, de los coches lentos y las ambulancias veloces que pasan por las avenidas en que se imagina a sí mismo caminando, se pone de pie, toma la computadora, una laptop más o menos vieja pero fiel e implacable, para luego abrirla y, en cuestión de segundos, tener la hoja de word enfrente, en blanco, dispuesta y humilde, tan entregada como la más enamorada de las amantes, tan sumisa como el más noble de los perros, y aún así, con todo a su favor, duda una, duda dos, duda tres o cuatro o cinco veces y dilata la luz del relato oculto. Piensa en un café, piensa en una canción, piensa en un libro, piensa en una película, piensa en cualquier cosa que lo ponga en el humor en el que cree que es adecuado estar al momento de escribir, piensa en cualquier cosa menos en cerveza y marihuana, pues sabe que eso de poco sirve, y quien dice poco dice nada. Luego, surgida de la nada, brota la imagen del foco de la computadora, que, cuando está suspendida, parpadea con un ritmo suave, cadencioso, casi llegando a romántico, esperanzador. H. piensa que es como una señal, un signo, la alerta de hacerse saber que en cualquier momento puede sentarse a escribir sin necesidad de buscar un humor, una inspiración, un espacio en el tiempo y un espacio en la realidad, porque nada de eso conforma la literatura más allá de quien la profesa. Como si una fuerza mágica los dirigiera, los dedos van al teclado y H. comienza a escribir.

lunes, noviembre 24, 2008

Cuestión De Suerte

Tanta suerte no tengo, es lo que piensa mientras alterna la vista entre el semáforo de peatones encendido en rojo y los coches que avanzan por la 9 de Julio. Por más que había apurado el paso, durante cuatro cruces seguidos terminó esperando el verde con la chica que está a su izquierda. De pronto voltea y la mira, de pronto mira el semáforo, aún en rojo, de pronto mira los coches, veloces, cruzar ante él, ante ellos. Es pleno mediodía y pareciera que debido a la posición del sol, justo encima de la ciudad, los rayos descienden en caída libre y violenta sobre las personas que caminan exactamente al lado del Obelisco. Entonces el semáforo cambia. H. no avanza, mira a la chica y la deja adelantarse, resultaría por demás incómodo compartir un quinto semáforo al hilo. Unos pasos después de ella, H. cruza la avenida más ancha del mundo. Ella sigue por Corrientes, rumbo al oriente. H. toma la Diagonal Norte para acortar camino hacia la Plaza de Mayo, donde podría tomarse el 64 o el 86, cualquiera de los dos colectivos cruzan frente al edificio donde vive. Sin embargo, luego de avanzar dos cuadras, siente la carga de una mano en su hombro izquierdo. H. se detiene y voltea. La desilusión, el desencuentro, no es pequeño. Una moneda, amigo, le dice un joven delgado, alto, de rostro largo y sucio. No tengo nada, se excusa H., quien, por la sorpresa, por lo inesperado, ha detenido el paso y ha quedado dando la espalda a las amplias y grises cortinas metálicas de los negocios que, por ser sábado, permanecen cerrados. Y dale, si ahí tenés, le dice el tipo, con ese acento callejero que parece nacer de la combinación de la mandíbula laxa y las palabras flojas. No tengo monedas, repite H., tratando de vencer la insistencia del tipo, y, quizá por inseguridad, quizá por nerviosismo, quizá por tratar de evidenciar que dice la verdad, aunque lo más seguro es que no sepa por qué, H. se mete las manos a los bolsillos del pantalón, y dice, ahora notoriamente nervioso, De verdad, te digo que no tengo nada. El gesto es claro, la debilidad de la víctima es evidente, se nota, lo nota. Dale, boludo, sacá lo tengas o te pego un tiro. Entonces un violento vacío en forma de remolino nace en el pecho de H., la boca gana aridez, las palabras tardan en salir. No, pero no tengo nada, sólo alcanza a decir H., al tiempo que, al intentar seguir caminando, el tipo de la moneda hace ademán de seguirlo, de acorralarlo ante los negocios y kioscos y shoppings que con las cortinas simulando párpados, parecieran no querer presenciar el patético y lastimoso asalto. Dale, no te hagas el pelotudo, sacá lo que tenés. Te digo que no tengo nada. Entonces H., víctima del temor, aprovecha que el tipo desvía la mirada para asegurarse de que nadie se acerque por la acera y, sin pensarlo dos veces, corre y se baja de la banqueta, para luego, agitado, sin tomarse la precaución de mirar a ambos lados antes de cruzar la Diagonal Norte, llegar al otro lado de la calle, donde cerciorándose de que el tipo de mandíbula laxa y palabras flojas no lo siga, caminar de vuelta a la 9 de Julio y abordar un taxi, sin que le importe que le saldrá veinte veces más caro que el 64 o el 86. Ya a bordo del taxi, mirando por la ventana las cortinas metálicas de los negocios, H. piensa, sin saber muy bien cómo llegó a esas divagaciones, en los pensamientos que se le cruzaron en la mente cuando él, corriendo, pavoroso, cruzaba la calle. Y esos pensamientos no eran otra cosa que las palabras que le había dicho el tipo de la moneda. Y piensa en lo que pensaba. Y lo recuerda. Tanta suerte no tengo, pensaba H. mientras alcanzaba el otro lado de la calle Diagonal Norte.

sábado, noviembre 22, 2008

Alguien Quiere Ser Yo

Entonces H., luego de cerrar con llave el departamento, entra al elevador y baja al primer piso, llama a la puerta del encargado del edificio y le entrega una maleta con su ropa, pues es la esposa del portero quien se encarga de lavar la ropa de algunos de los inquilinos. Debido a que la maleta tiene menos cantidad de prendas que la que usualmente tiene, H. acuerda un precio también menor al que usualmente paga, y, como consecuencia de que también la fecha de entrega se anticipe, el portero le dice que se la devolverá bien la tenga lista. H. le da las gracias, y luego de despedirse, sale del inmueble y camina unas cuantas cuadras, dirigiéndose a un cibercafé que está en la calle Perú, con la intención de informarse acerca de las entradas para el concierto de Bloc Party, próximo a llevarse a cabo. Así que H. entra al cibercafé, un cibercafé enrarecido, hediondo, amarillento, le asignan una máquina y, mientras el messenger procesa el inicio de sesión, teclea la dirección de la página donde habrá de ver los precios de los boletos, para posteriormente revisar su e-mail, esperando que, como es costumbre, sólo muestre en la bandeja de entrada algunos correos sin importancia, uno que otro spam, uno que otro de agendas culturales a las que H. se inscribió hace mucho pero a las cuales nunca va. No obstante, al desplegarse la bandeja de entrada, H. repara en que ha recibido un mail de YouTube. El asunto del correo es “Su contraseña de YouTube”. Presa de la curiosidad, decide abrir el mail y, mientras lo va leyendo, una mueca de extrañeza se le va trazando en el rostro. Datos más, datos menos, el correo informa que un restablecimiento de la contraseña para el usuario “Heliasàr” fue solicitado desde la página principal de YouTube, por lo que el e-mail que está leyendo fue enviado para que, dando clic en un vínculo que ahí aparece, se tenga acceso al formulario donde se confirmarán ciertos datos y se reestablecerá la clave del usuario. H. está del todo seguro de que nunca solicitó ningún restablecimiento de contraseña. Incluso, piensa para sí mismo, no ha accedido a su cuenta de ésta página desde hace varias semanas atrás. Es H., recordémoslo bien, una persona con miedos, un tanto insegura, un tanto paranoica, así que, víctima de una inquieta angustia que le va creciendo en el estómago, luego en el pecho y finalmente ocupándole la zona de la garganta, comienza a pensar en las posibilidades de que, en primer lugar, exista alguien a quien le interese poseer los datos de acceso a su cuenta, para después preguntarse, sin obtener respuesta, los ignotos motivos que llevarían a alguna persona a tratar de obtener acceso a la información de otra. Así, los pensamientos se van sucediendo uno tras otro, en un cada vez más funesto, trágico y patético desfile, hasta que H. termina imaginándose siendo suplantado por otra persona en esa realidad virtual que a nosotros los contemporáneos tanto nos importa y preocupa. Qué sería de mí, se pregunta H., si alguien fingiera ser yo, y peor aún, si efectivamente consiguiera hacerse pasar por mí. Todo esto lo va pensando mientras ingresa a sus distintas cuentas de correo, blogs y suscripciones a páginas web, para cambiar todas sus anteriores contraseñas y sustituirlas con una nueva que se inventa en ese mismo momento, de manera que los treinta o cuarenta minutos que está en el cibercafé los invierte en tal tarea, que, por demás estúpida, termina acogiéndolo con cierta calma, con cierto desconocido sosiego. Después, ya cuando H. camina de vuelta a casa, intentando infructuosamente pensar en asuntos menos tétricos, resuelve, asegurándose que es sólo por las dudas, llamar a casa, a su verdadera casa, en Monterrey, para pedir que alguien de su familia se comunique con el banco y, sólo por las dudas, nerviosas palabras de H., le haga el favor de cambiar el NIP tanto de la tarjeta de crédito como de la de débito. La paz, la tranquilidad, comienzan a invadirle de a poco a partir del momento en que cuelga el teléfono, luego de haber hablado con un miembro de su familia. Ya la solicitud hecha, ya el problema prácticamente solucionado, H., un poco más calmo, pasa la tarde mirando por la ventana el soleado día que hace en Buenos Aires, un día como para sacar a pasear al perro o como para llevar el auto al mecánico o como para colgar ropa en el tendal. Así, durante un largo rato, H. va confundiendo opciones hasta que cae dormido en el sillón donde estaba sentado. Despierta horas después, con la boca seca y un dolor en la espalda, por lo que, luego de beber un vaso de agua helada, se dirige a su cuarto y se recuesta en la cama. Al menos, piensa, ya nadie quiere ser yo, o más bien, ya nadie puede ser yo, aunque tenga todas las ganas de serlo, en el caso, obviamente, de que exista alguien que tenga ganas de serlo. A pesar de la sed y el dolor, la cálida paz del sueño todavía le recorre la cabeza. El clima, el aire, la atmósfera, la pieza, son perfectas. Conjuntamente van tejiendo un tranquilizador y terso ambiente que, si de H. dependiera, se extendería por el resto de la tarde, de la semana, de la vida. Repentina y abruptamente, se escuchan unos golpes en la puerta, alguien está tocando y H. se sobresalta, el miedo, la inquietud, renacen a partir de las cenizas de aquella tersa calma que tan lejana parece ahora, por lo que H. se irgue, se sienta en la cama, mientras, atento, con la mirada flotando en la nada, escucha que los toquidos se repiten. Aun así, no hace por ir a abrir ni averiguar quién es, pues se encuentra paralizado. Así hasta que los golpes cesan y se percibe el lejano sonido del elevador descendiendo.

domingo, octubre 05, 2008

Terapia Para Disminuir La Culpa

Soy una mala persona, se dice H. a sí mismo, con la mirada sobre la cuenta pero con la mente en el remordimiento. Treinta pesos es demasiado para dos cafés y tres mediaslunas, pero eso ni lo nota, pues desde hace una hora que entró en este local de la calle Pasteur, no ha podido dejar de darle vueltas al mismo tema. Sobre todo porque justo al sentarse frente a la ventana que da a la calle vio pasar un colectivo, y en el colectivo viajaba la mujer, y la mujer estaba a punto de depositar las monedas en la máquina, y entonces H. pudo adivinar, sin que todavía tomaran forma, las muecas de sorpresa, perplejidad y lamentación que ocuparían el rostro de ella, luego de que se percatase de lo que había sucedido. Entonces H. piensa que pudo haber sido más sencillo de lo que en verdad parece. Se asegura que era cuestión de hacer un ademán con la mano, señalar con el dedo hacia el detalle olvidado, al final, la señora tendría que ver a H., pues caminaban frente a frente, en sentido contrario, sobre Pasteur, H. dirigiéndose a ese café al que siempre va entre clase y clase, la mujer, la mujer quién sabe, piensa H., aunque al recordar su rostro, su caminar, sus gestos, asegura que tenía cara de que iba al trabajo o al médico o a un bar a beber, que son todas maneras de ir al mismo lado, o sea a la locura. Sin saber bien por qué, H. no hizo nada. Quizá, arguye, porque la señora venía hablando por teléfono, porque venía concentrada en su llamada, porque parecía caminar despreocupada, pero, en el fondo, H. sabe que no lo hizo por temor, por ese miedo a ser confundido con el ladrón que, aprovechando la distracción de la gente y los tumultos de las avenidas, comete fechorías sin recibir nunca castigo alguno, y es que con frecuencia sucede que la gente vive tras trincheras, caminan por la calle y se les acerca alguien a preguntar una dirección o la hora y, paranoicas, las personas retroceden, guardan la distancia o, en el peor de los casos, miran hacia otro lado, fingen sordera, cambian de rumbo. La gente le teme a la gente, y H., en su afán de no aparentar ser una mala persona, ahora se convierte, irónicamente, en una de ellas, pues bien pudo avisarle a la mujer que la prenda que colgaba de su hombro ahora yace en el suelo de la acera, cuatro o cinco o seis metros atrás, cada vez más metros conforme la mujer sigue avanzando, sin ser molestada ni sobresaltada por H. que, indeciso, cobarde, pasa de largo ante la mujer, pasa de largo ante la prenda, que, informe, no se sabe si es un sweater o una sudadera o un abrigo, aunque a simple vista parece más un sweater que una sudadera o un abrigo. Así, H. entra al café de siempre, pide lo de siempre y le cobran un poco más que lo de siempre, pero al final, para tratar de borrar la culpa que le camina sobre la conciencia, deja de propina más del diez por ciento reglamentario. El efecto es sosegador, y aunque desconoce cuánto durará, H. sabe ahora que la tranquilidad cuesta más o menos cinco pesos argentinos.

lunes, septiembre 29, 2008

Pasajeros Sin Destino

Si uno cruza la puerta principal del edificio donde H. vive, lo primero con lo que se encuentra, dadas sus llamativas dimensiones, es con una pared de espejo que se encuentra al fondo, hacia la cual, si uno va a tomar el ascensor, se tiene que dirigir inevitablemente, pues este enorme espejo es perpendicular a los elevadores, que, aunque suene raro, se hallan al fondo a la derecha. También inevitablemente, si nos basamos en las siempre extrañas conductas del ser humano, lo que uno hace cuando camina hacia los ascensores, y por ende hacia el espejo gigante, es mirar en éste su reflejo, analizar su apariencia, como si no fuera suficiente saber que uno es uno y que difícilmente se puede mudar de figura así como así. La idea es que un día H., luego de acceder al edificio e involuntariamente mirarse en el espejo, advierte en él, gracias al vidrio traslúcido del que está formada la puerta principal, que una señora se dispone a abrir la misma entrada por la cual H. ingresó hace unos segundos. H. piensa que de haber advertido la presencia de la mujer cuando él todavía estaba cruzando el umbral de la entrada, lo natural sería haberla esperado con la puerta abierta para, símbolo de educación, símbolo de solidaridad, ahorrarle el trabajo de introducir la llave, girarla y empujar para abrir. El mismo gesto aparece cuando alguien sube al ascensor antes que otra persona, dilata el cierre de la puerta para que puedan subir todos. H. acostumbra hacerlo, H. lo ha hecho cuando se da la situación, sólo que esta vez, al notar que los dos elevadores están libres, piensa en la idea de que cada uno, él y la mujer, puedan viajar, cada quien, en uno solo. Más espacio, más comodidad, menos silencios abrumantes entre dos personas que no se conocen ni planean hacerlo. H. jala la puerta para cerrarla y en ese mismo instante escucha, uno inmediatamente sucedido del otro, el sonido de la entrada cerrándose y la voz de la mujer, Espera, que yo también subo, le dice. H. deja la puerta abierta, la mujer entra al ascensor y, con un semblante poco amable, con unos ojos que trituran, dice, Para qué usar los dos, refiriéndose, obviamente, a los elevadores. H., en un principio, no sabe qué contestar, pero luego se hace a la idea de que es mejor guardar silencio, sin ceder a lo que podría dar comienzo a una discusión de ascensor, y, ante esta decisión, lo que H. sólo hace es, con un gesto que mezcla compasión y altivez, mirarla de arriba abajo. Al llegar al cuarto piso, H. sale del ascensor, no se despiden, tampoco se miran. La mujer sigue su viaje hasta la treceava planta y H. ingresa a su departamento. Pasan los días, las semanas y uno que otro mes sin que H. se vuelva a encontrar con tal señora, por los que sus viajes en los ascensores del edificio, si bien fugaces, son cálidos y apacibles, sin molestias ni altercados, Como la vida misma debería ser, piensa H., uno de esos días en los que a H. se le antoja pensar. Así pasa hasta que una noche le da por visitar a una amiga chilena que, estando de visita en Buenos Aires, se hospeda en el Hotel Presidente, cerca del centro de la ciudad. H. sale tarde de casa. Pasadas las diez de la noche se encuentra cruzando la avenida Paseo Colón para, justo en la facultad de ingeniería de la UBA, tomar el colectivo 152, que lo dejará a escasas seis cuadras de su destino. En la parada del bus se encuentran, fácilmente, trece o catorce o quince personas, quienes, esperando el camión, forman una extensa cola, una larga y triste fila de seres que, por sus rostros, parecieran esperar su turno de entrar al infierno, aunque para H. los semblantes tienen la congoja de quien se acaba de enterar a qué edad va a morir. H. se forma detrás de un señor de edad, quien, al paso de los minutos, se impacienta y se marcha. Extrañamente, el colectivo tarda demasiado tiempo en aparecer. H. mira gente que, molesta por la espera, deja la fila y se va, gente que, como si sustituyeran a los que desertaron, llega y se forma tras él, y gente que, como H., conserva una débil pero firme esperanza que los mantiene estoicos en la línea. En determinado momento de la espera, al pasar diez o quince minutos sin que colectivo alguno se deje ver, escucha, detrás suyo, comentarios acerca de un posible paro de los choferes del transporte público. H. recuerda que días antes las empresas de buses habían suspendido el servicio desde las diez de la noche hasta las cuatro de la mañana como protesta por la inseguridad actual, pues en un suburbio de la provincia de Buenos Aires uno de sus colegas había sido asaltado y asesinado por un delincuente que, hasta el momento, continuaba prófugo. H. piensa qué hacer, pues, en el caso de que sea cierto que la protesta continúa, no habrá en qué moverse durante un buen rato, y ni en juego considera la opción de caminar, pues el frío invernal, la oscuridad de las calles y la distancia que lo separa de su destino no combinan favorablemente entre sí. Suena un teléfono celular detrás de H. Una mujer contesta. H., impensadamente, escucha con atención lo que la mujer dice y confirma lo esperado, el paro nocturno de las compañías de colectivos continuará indefinidamente hasta que las autoridades correspondientes les den solución alguna a las exigencias del sindicato. Conseguir un taxi es, ciertamente, complicado, pues, ante tales circunstancias, la demanda de coches de sitio se incrementa considerablemente. Por otro lado, H. repara en que, confirmado el paro, las personas que esperaban se marchan, la fila se deshace, quedando solamente tres o cuatro personas, entre ellas, para sorpresa de H., la mujer del ascensor, esa del piso trece de su mismo edificio. Ensimismado en las casualidades, en los destinos, H. tarda en percatarse que él es ahora el primero de la fila, pues todos sus precedentes se han marchado. En vista de la situación, H. desciende del cordón de la banqueta y hace la parada a un taxi, el primer taxi que ha visto libre en toda la noche. No sabe bien qué lo empuja a hacerlo, pero, antes de abrir la puerta, voltea con la mujer de su edificio y le dice que si lo quiere tomar ella. La mujer le pregunta que hasta a dónde va y H. responde que al Hotel Presidente, en la calle Cerrito, casi esquina con Córdoba. La mujer duda un poco, pero, al final, sugiere compartir el auto, dice que se pueden bajar en el mismo lugar y de ahí ella caminará a una estación del subte. Ambos suben. El taxi arranca. La escena, le parece a H., es como de un sueño febril, una ilusión delirante que lo cubre todo, desde el taxi hasta la ciudad, los árboles, las personas que caminan a falta de colectivos, a falta de taxis, a falta de ánimos y vida, en fin, todo eso que pasa por las ventanillas a una velocidad que, piensa H., es la velocidad del delirio, de la alucinación. El conductor y la mujer hablan de lo que se debe hablar cuando uno viaja en un carro de sitio, y eso es el paro del transporte público, eso es la inseguridad, eso es las demandas de los choferes, eso es el impacto de la protesta, eso es nimiedades que, por una razón u otra, a H. le parecen lejanísimas, distantes, por lo que, meditabundo, cavila en el frenesí, en la ingravidez, en la falta de toda cordura. De ahí que, presa de sus pensamientos, comience a imaginar una situación de película barata, de película barata y triste y lamentable, que no es otra cosa que el taxista frenando violentamente, el taxista sacando un revólver de la guantera del coche y, a base de gritos y amenazas, intenta robarles sus pertenencias. En ese momento, indefensos, la mujer y H. comienzan a desprenderse de sus efectos personales, pero H., en una muestra de su retorcida mente y sus ominosas intenciones, le dice al taxista que hagan un trato, el cual consiste en que ambos asaltan a la mujer, la someten, la llevan en el taxi a un descampado y abusan sexualmente de ella, para posteriormente asesinarla y dejarla a medio enterrar en una desolada área de la carretera. El conductor le mira perplejo. Dale, boludo, dale que la partimos en ocho, dice H., fingiendo un acento argentino que ni él mismo sabe cómo lo hace, para después decirle que todo quedará entre ellos, ni H. sabe nada del taxista ni el taxista sabe nada de H., así logran la fechoría, esquivan el castigo de la ley y nunca se vuelven a ver. El taxista escucha extrañado el plan, sin poder creerlo del todo, sin saber exactamente qué gesto componer, mientras que H. continúa elaborando teóricamente el plan, al momento de que, en una especie de demostración, de adelanto, trata de tocar, violentamente, la entrepierna de la mujer, quien al principio se resiste, pero después, con el revólver del taxista en la frente, no tiene más opción que ceder ante el abuso. H. le dice al taxista que conoce un lugar donde pueden llevar todo a cabo. Es seguro y la policía no entra ahí, le explica, entonces le da las indicaciones y cuando el taxista arranca, la mujer se violenta y comienza a golpear a H. El conductor, por el espejo retrovisor, observa cómo H. trata de someterla, sin poder conseguirlo del todo. H. le grita al taxista que le dispare en una pierna, en una mano, en el hombro, para así ejercer control sin llegar a quitarle la vida, no todavía. El taxista, entre que conduce y que apunta no sabe bien a dónde, siente una presión enorme, pues, además de mantener el auto en su carril, tiene que soltar un tiro hacia atrás por demás certero. No me dispares a mí, no me dispares a mí, grita H., entre golpes, manotazos, rasguños y gritos de la mujer, que, aterrorizada, indignada, intenta defenderse como puede. De pronto, en un instante, H. logra someterla. Yo le disparo, dice H., vos vas a fallar. El taxista observa, nervioso, lo poco que el retrovisor le deja ver. H. se irgue entre los asientos delanteros y toma la pistola, ante la estupefacción del conductor, ante el pavor de la mujer, entonces apunta y dispara justo en la nuca del taxista. La bala, veloz, mortífera, entra pero también sale, volviendo añicos el cristal del parabrisas. El sorpresivo giro resulta a la perfección, justo como en una película barata y triste y lamentable, entonces el taxi se estrella contra un árbol de la avenida Corrientes. H. y la mujer descienden despavoridos pero ilesos. Luego él borra sus huellas de la pistola y la tira por ahí, para, después de pedirle disculpas a la mujer por aquello de la entrepierna, retomar ambos la ruta hacia sus respectivos destinos, no sin antes pactar el silencio, el anonimato, el olvido. Vos no sabés nada de mí ni yo de vos, dice H. Ambos sabemos dónde vive el otro, eso será lo único que nos una, eso y el silencio, le dice la mujer, con un temblor producto o del frío o del miedo. Al volver del lastimoso delirio, H. escucha que el conductor y la mujer hablan de las distintas razas de perros, sin poder imaginarse cómo se llega a ese tema después de estar hablando de un paro de colectivos. El taxi se detiene en la avenida Córdoba esquina Cerrito, donde ambos, la mujer y H., se bajan, dividen en dos la cuota del viaje y la saldan, para, luego de las formalidades de despedida entre dos personas extrañas la una a la otra, tomar rumbos distintos. Mientras camina al hotel donde se está quedando su amiga, H. va pensando que, si la fantasía de película deplorable que se imaginó en el camino hubiera en realidad sucedido, al día siguiente, conociendo cómo es la gente de este país, de esta ciudad, algún sindicato de taxistas estarían haciendo un paro, exigiendo mayor seguridad para los conductores. Paro de colectivos y paro de taxis, medita H., y entonces no sabe qué hubiera pasado.

viernes, septiembre 26, 2008

Extravíos

Pasa que la zona norte de Buenos Aires no queda precisamente en esa dirección, sino que, si se escruta un mapa y se buscan las referencias de los puntos cardinales, se advierte que a lo que se le llama Zona Norte queda, paradójicamente, en el oeste, como si la figura de la provincia de Gran Buenos Aires hubiera sufrido, en determinado momento del pasado, una rotación de noventa grados en el sentido de las manecillas del reloj. Así, a lo que acá se le llama Zona Este queda hacia el sur, la Zona Sur en el oeste y la Zona Oeste al norte. Todo esto va pensando H. mientras camina sobre la calle Aráoz luego de terminar la primer clase de un curso de narrativa al que se ha inscrito. Son cerca de las once treinta de la noche y debido a la precaria luz mercurial y a los robustos árboles de la vereda, la calle luce en sombras, casi desierta, casi en un tono fantasmal. Luego de que su mente deja atrás los nortes y los oestes, H. se pregunta por qué en la primer clase de un taller de narrativa se la pasan leyendo poemas. Entonces, tras rebuscar un tanto y sin tener nada o mucho que ver, se da cuenta de que no sabe nada de poesía, que nunca leyó a los consagrados de la poesía y, quizá para justificarse, se dice para sus adentros que se debe a que simplemente no le gusta, aunque, más allá de gustarle o no, tal vez lo que sucede es que no la entiende, aunque esta última posibilidad no se le cruza por la cabeza. Soportando el gélido viento que le golpea el rostro, H. camina cerca de seis cuadras, faltándole otras seis para llegar a la avenida Santa Fe, donde, para ir a su casa, tendrá que esperar un colectivo de la línea 152 o de la línea 64 o de la línea 29, el primero que pase, el que menos tarde. Al cruzar la calle Soler, se da cuenta que la acera donde camina o, más bien, la calle donde camina, cada vez se vuelve más oscura, atenuando las sombras y los contrastes, acentuando esa aura fantasmagórica que tienen a esta hora las calles de esta ciudad, como si en vez de acercarse a la luz de una avenida más concurrida, se alejara, perdiendo el escaso reflejo e iluminación que de ésta recibe. El caso es que H. avanza rápido a pesar de ser una persona que gusta de caminar despacio, lo que generalmente hace para ir observando los alrededores, los detalles, y, más importante aún, poner suficiente atención en donde pisa, asunto por más relevante en una ciudad como Buenos Aires, donde las aceras están todas embadurnadas de cagada de perro. En cierto momento, H. nota que, a pesar de lo desolado del barrio, no es el único que deambula por ahí a esas horas, pues en la banqueta de enfrente, en el mismo sentido que él, camina una chica que, con la mirada descendente, pareciera también preocuparse por las mierdas de perro. Aparentemente, la joven no tiene prisa, no tiene ni prisa ni frío, pues avanza a paso lento y viste solamente una ligera sudadera color negro, aunque, a la débil iluminación de la calle, bien pudiera ser de cualquier otro color con tonalidad oscura. Debido a que el paso de H. es un poco más presuroso, éste no tarda en rebasarla, y cuando lo hace, sin saber exactamente por qué motivo, quizá sólo por curiosidad, quizá sólo por costumbre, aprovecha el ángulo que le favorece y voltea a verla. La chica también voltea y entonces cruzan miradas por unas décimas de segundo, miradas que en todo caso no se reconocen y, por ende, quedan en sólo eso, sin convertirse en nada más, ni siquiera en una sonrisa o un guiño de ojo, mucho menos en un ademán de saludo. H. sigue caminando. H. continúa pensando en rarezas que brincan de pronto en su cabeza. Horas antes, cuando se dirigía al curso, abordó uno de esos colectivos que en la parte de adelante tienen pequeñas pantallas donde, afán de entretener al pasajero, afán de lucrar con la mercadotecnia, dan información que va desde noticias y pronóstico del tiempo, hasta datos curiosos y sinopsis de películas, siempre intermediadas por anuncios comerciales. En una de esas pantallas, H. lee un chiste que en ese momento le causa demasiada gracia, aunque ahora no consigue recordarlo por completo. En eso está ocupada la mente de H. cuando, repentinamente, se siente rebasado por la misma chica que caminaba del otro lado de la calle, aunque ahora avanza en la misma acera que él, para, con un andar imprevistamente más presuroso, dejarlo atrás. H. dilucida que la sudadera de ella es de un color violeta oscuro, un buen color que combina con su cabello, un cabello largo y lacio y oscuro que oscila a cada paso que ella da. Al llegar a la siguiente esquina, la chica se detiene antes de cruzar la calle y, con semblante manifiestamente dubitativo, mira hacia ambos lados, como si no supiera exactamente a dónde dirigirse, como si tuviera un serio conflicto con ese norte que se hace llamar oeste o con ese oeste, ese este, ese sur, que, cual reflejo de las personas, aspiran a ser algo que no son. Cuando H., disponiéndose a atravesar la calle, pasa a su lado, ella le pregunta por la avenida Scalabrini Ortiz, a la cual para llegar, desde el punto en donde ambos se encuentran, sólo se tiene que doblar a la izquierda y caminar una cuadra. H. se lo dice. La chica, que para sorpresa o decepción o extrañeza de H., tiene acento español, parece entender, aunque vuelve a hacer otra pregunta, ahora inquiriendo por la avenida Santa Fe. H. le dice que, andando en la dirección en la que venía, se la encontrará perpendicularmente a su camino en cuestión de dos o tres cuadras. La joven asiente, aunque parece no estar del todo segura acerca de qué rumbo tomar. H. la mira, esperando algo, aunque sin saber exactamente qué, una reacción, como puede ser un agradecimiento, una despedida, una pregunta más, algo. La chica hace minúsculos y vertiginosos malabares con una cajetilla de marlboro que tiene en sus manos. El silencio entre ambos es tan lóbrego como el de la misma calle por la que avanzaban, como si, después de recorrer tantas cuadras en silencio, hubieran perdido el dote del habla. O peor aún, como si luego de andar por una calle silenciosa, se hubieran mimetizado y absorbido esas mismas cualidades insonoras. Y ahí están ambos unos segundos más. En un cruce de calles mudas dos extranjeros más mudos aún. La joven, al final, agradece la información y dobla hacia la izquierda, en dirección a Scalabrini Ortiz. H., un tanto confundido, un tanto atribulado, un tanto arrepentido, continúa su camino hacia la avenida Santa Fe. Unas cuadras después, más al norte, más al oeste, H. sigue sin poder recordar el chiste que había leído, pero, justo en el momento en que extiende el brazo en el aire para que el colectivo se detenga, recuerda uno que le parece todavía mejor. ¿Qué le dijo el timbre al dedo? Si me tocas, grito.

lunes, agosto 04, 2008

Trayecto De San Telmo A Olivos

Resulta que a eso de la una de la mañana, esa hora en que la actividad de la urbe parece terminar pero es cuando en realidad comienza, H. y un amigo toman, frente a la Facultad de Ingeniería de la UBA, un colectivo de la línea 152, para ir, desde el barrio donde viven, hasta Olivos, barrio de la provincia de Buenos Aires, donde se encuentra un antro hacia donde se dirigen en esta ya madrugada de domingo. H. aborda primero, y luego de depositar las monedas en la máquina de cobro, se percata que el bus está prácticamente lleno, habiendo solamente cuatro asientos disponibles, dos en filas separadas, a mitad del colectivo, y otros dos en la última fila, al fondo de éste. H., por obviedad, debido a su condición de acompañado, elige esta última opción y se encamina al final del pasillo, pasando al lado de personas que en su mayoría son jóvenes, y que, piensa H., tienen quizá destinos similares al de él, si no es que el mismo. H. toma aquel asiento que está junto a la ventanilla. Una vez sentado, espera a que su amigo se acomode en el que está libre junto a él, pero, por alguna extraña razón, éste elige uno de los asientos que se encuentran a medio pasillo. Así viajan algunos minutos, H. en la esquina de la última fila, con un asiento vacío al lado suyo, y su compañero en un asiento que da al pasillo, sentado junto a un hombre de mediana edad que va bebiendo, con aspecto lóbrego y desierto, una botella grande de cerveza. Luego de dos o tres paradas, el colectivo se vacía un poco, gente desciende, gente sube, aunque es más la que desciende que la que sube, así que la fila de atrás queda libre, a excepción del asiento que ocupa H. Al advertir esto, su compañero, ahora sí, se muda de lugar y se sienta no al lado de H., sino a dos asientos, dejando entre los dos un espacio libre. H., presa de una curiosidad y una extrañeza tan violentas como intolerables, inquiere a su amigo acerca de su inopinada conducta. Éste, con una mezcla de timidez e indecisión, arguye que tiene una fijación o manía que le impide, incluso contra su voluntad, sentarse entre dos personas, quedando a manera de sándwich, por decirlo de vulgar forma. A partir de ahí, y teniendo un viaje que les espera más de una hora, se sueltan a hablar de las fijaciones, manías, paranoias y locuras de la gente. H. revela que tiene una amiga que no puede sentarse a comer en una mesa que esté incompleta, a la que le falten sillas, y explica, para hacerlo más entendible, que si el comedor está diseñado para ocho espacios, ocho sillas son las que tienen que estar acomodadas, ocupadas o no, pero tienen que estar ahí, listas para usarse, de manera que cuando, en cierta ocasión que fueron a un restaurante y la mesa, creada para cuatro personas, tenía sólo tres sillas, H. tuvo que robarse una de la mesa vecina para calmar la en todo caso ansiedad o inquietud que a su amiga le embargaba. Esta chica es, extrañamente, amiga en común de ambos, aunque esto H. no lo menciona, sino que deja el dato de lado y construye la anécdota como si se tratara de una persona a quien sólo él conoce, quizá por guardar el secreto, quizá por amistad, quizá por egoísmo, no lo sabe bien, quizá nunca lo sepa. Cuando el colectivo toma la avenida Santa Fe, a altura de Palermo, el amigo de H. le pregunta a éste que si tiene alguna fijación en especial. H. comienza a pensar, y responde que tiene cierta manía con los números. Expresa que desde que es capaz de recordar, su vida se ha regido por un incomprensible dominio por los números. H. cuenta que todos los números que elija para cualquier fin, tienen que haber tenido, en algún momento de su vida, un valor significativo, un lugar importante. Por ejemplo, en primaria y secundaria, el número de lista que en diversas ocasiones le tocó a H. era el 23, y cuando jugaba fútbol en el barrio, el número que portó en la camiseta de varios equipos fue el 19. La preferencia casi maníaca por estos números, expresa H., y también por otros, se evidencia claramente en tareas que van desde lo más complejo hasta lo más banal. H. cita el ínfimo ejemplo de establecer el volumen de la televisión, y explica que los niveles del volumen del que tiene en su departamento van del uno al cien, así que cuando establece el nivel de sonido, por lo general selecciona el número 19, y si en ese nivel el sonido es aún bajo, sube inmediatamente al 23, sin siquiera percatarse de los otros niveles intermedios. Ahora que si incluso ahí se sigue escuchando muy bajo, H. elige subirlo al 29, que es algo así como una rara combinación entre el 23 y el 19. Así como este ejemplo, declara H., hay muchos más números y muchas más situaciones en las que se refleja una clara y extraña fijación en la que quizá antes no había reparado, como cuando fija la hora en el reloj-despertador y, para despertarse a eso de las nueve de la mañana, pone la alarma o a las nueve con tres o a las ocho cincuenta y nueve. A estas alturas de la charla, y las confesiones y las ridiculeces y las penas, H. y su compañero tienen que bajar del colectivo y caminar unas cuantas cuadras hacia el antro a donde van. Varias horas y múltiples cervezas después, aproximadamente a las seis de la mañana, ya de vuelta en el departamento, H. enciende la computadora, inicia sesión en el messenger y, aún afectado por la plática del viaje, que no ha dejado de lacerarlo durante toda la noche, comienza a preguntarle a los escasos contactos que a esa hora están en línea por sus fijaciones y manías. Unos ni siquiera saben qué es una fijación, pero a H., le da una inmensa pereza explicarles.

miércoles, julio 09, 2008

Recursos Humanos

Pasa que en su último día de trabajo, H. hace el recorrido diario con ojos distintos, viendo desde otro mundo, un mundo que no es el mundo de la calle donde camina, sintiendo que no pertenece más al universo del vendedor de garapiñados, al del inspector de boletaje que espera siempre en la misma esquina, al del repartidor de volantes al que siempre le rechazaba la entrega, incluso al del guardia del edificio donde trabajaba. H. sabe que, inminente su renuncia, no los verá más por un buen tiempo, al menos no diariamente, como lo hizo durante un mes y medio, cuando transitaba la concurrida avenida Pueyrredón en dirección a la oficina. Luego de hacer efectiva su dimisión, H. toma el colectivo en el lugar de siempre. La ruta del camión deshace el camino que hace unos minutos hizo H. a pie, por lo que desde el interior del bus, de pie y tomado con fuerza al pasamanos, H. observa a todas las figuras callejeras que van quedando atrás, teniendo la plena y contundente seguridad de que no tiene por qué extrañarlos.

lunes, junio 16, 2008

Trayecto De Olivos A San Telmo

Un sábado, al regresar de una fiesta a eso de las seis de la mañana, H. toma un taxi que lo lleve a casa. El taxi pasa por barrios y avenidas que H., a pesar de estar afectado por las cervezas que ingirió, está seguro que no conoce y nunca ha transitado, sin embargo, de un extraño modo, H. siente una lejana familiaridad con tales rumbos. Quizá, piensa para sí mismo, es porque, en esencia, todas las calles del mundo son idénticas, pero, antes de terminar la frase H. se corrige y asegura que todas las calles del mundo son la misma calle. En esto está ensimismado cuando el taxista comienza a charlar de diversos temas que, le parecen a H., vagos, confusos, cargados de una extraña propiedad que le impide opinar o al menos asentir o negar a lo que el conductor expone con un acento que, además, le resulta distinto del acento argentino. Mientras el taxista habla de banalidades, H. se va enterando, poco a poco, como si rescatara palabras clave del extraviado monólogo del conductor y luego las entrelazara para formar ideas más sustanciales, que quien maneja el taxi no es argentino, sino colombiano, que lleva más de tres años viviendo en Buenos Aires y que, para ganarse la vida en tal ciudad, en ese tiempo ha ejercido más de diez empleos, que mesero, que repartidor, que vendedor de mostrador, que lustrador de zapatos, que ayudante de carpintero, entre otros, hasta llegar así a manejar un taxi que no es de él, sino de un amigo que se lo alquila por unos cuantos mangos. A H. le parece que el discurso del taxista ha terminado, pues éste, así como así, comienza a hacer una pregunta tras otra. H. le cuenta que es de México y que está estudiando acá, que vive con un amigo también mexicano, que rentan un departamento en el viejo barrio de San Telmo y que la escuela donde cursan está en Palermo, uno de los tantos barrios que se están poniendo de moda a base de bares, discotecas, tiendas de diseñador, restaurantes caros para gente linda. Como que no quiere la cosa, el diálogo se va desviando y comienzan a hablar del fútbol mexicano, del fútbol argentino, del colombiano, aunque de éste último la plática no dura ni dos minutos. También hablan del fútbol inglés, el cual, coinciden, es el mejor del mundo. Indudable, inevitablemente, para dos extranjeros que se encuentran, un tema obligado es la comida. H. explica que, lo que más extraña de su país, no son precisamente los platillos con picante o las tortillas o los frijoles, sino, en orden de importancia, la familia, los amigos y el trato de la gente. Al escuchar esto último, el colombiano toma aire y suelta una extensa perorata acerca de la forma de ser del porteño, de su distanciamiento y renuencia a convivir con el extranjero, y entonces toma como referencia al pueblo de Corea del Sur, y explica que, según él, luego de años de unión y adhesión ante dificultosos eventos históricos que tuvieron que enfrentar, como guerras civiles y golpes de estado, la población en promedio experimentaba una rara dificultad de apertura hacia nuevas tendencias u otras culturas. Después, aunque esto H. lo escucha con los ojos entrecerrados, viendo por la ventana cómo se pierde la gente que está en la calle a esa hora, el taxista explica que luego de la explosión de la cultura de masas y de la sociedad del consumo, tal reticencia se vio un tanto menguada, a tal grado que ahora una especie de prueba o de evidencia o de demostración de esto, es ir por las calles de Shangai o de Seúl viendo diversas parejas multirraciales. H. asiente pensativo y un tanto sorprendido a lo que el conductor expone. H. dice que uno nunca va a conocer realmente los pensamientos de los demás, mucho menos los de quienes pertenecen a otra nacionalidad, pues algunos pensamientos están entonces en otro idioma. Luego la plática encoge, y como en toda plática que va disminuyendo, se toma el último recurso, así que el taxista le pregunta a H. que si sabe por qué los mexicanos no juegan al billar. H. contesta que no, y el conductor le dice que porque siempre se comen los tacos. H. sonríe sin muchas ganas, no sabe si por lo malo del chiste o por el sueño o por la borrachera que le embargan, entonces luego pregunta, mientras a lo lejos se divisa el edificio donde vive, que porqué los colombianos no juegan al béisbol. El conductor lo medita un poco, pero al final dice que no sabe, entonces H. revela que se debe a que se aspiran todas las líneas. Al colombiano parece no haberle hecho gracia, pero a H., que observa cómo el último semáforo que van a cruzar pasa del rojo al amarillo, y del amarillo al verde, se le dibuja una tibia sonrisa, no sabe si por el chiste o por el alivio de haber llegado a casa.

jueves, junio 12, 2008

Delivery

Es el último jueves de otoño, un otoño frío y lleno de extraños vientos, de malos vientos que corren y se estrellan contra los vidrios de un edificio de la avenida Corrientes. H. está sentado frente al computador de su trabajo con el auricular del teléfono en el oído, mientras el dedo índice de su mano se encarga de presionar, en el teclado del teléfono, los botones que conforman un número telefónico. Entonces alguien atiende, una voz apurada, cansada o triste, la voz de una mujer que H. no conoce y que quizá nunca va a conocer. La mujer le pregunta a H. el pedido, y éste responde que se trata de unas empanadas, unas cuántas de jamón y queso, unas cuántas de carne, dice H., cuando en realidad el relleno y la cantidad es lo que menos le importa. A decir verdad, tampoco le importaría si en lugar de empanadas le enviaran una hamburguesa, una pizza o una ensalada. Escuchamos decir a H. que pagará con importe exacto y después, con una inflexión ahogada en pesadumbre, susurra la dirección de la oficina, para después colgar y seguir en lo suyo, que es trabajar, aunque también puede que finja hacerlo. Luego de unos minutos, al escuchar que alguien toca la puerta, H. se pone de pie y se dirige a recibir el pedido. Quien lo entrega es un tipo alto, rubio, con los brazos llenos de tatuajes y con un rostro que, piensa H., bien podría ser el típico rostro del típico argentino típico. Luego de hacerse efectiva la entrega, H. paga y se despide del repartidor, para después tomar la bolsa que contiene las empanadas y posarla sobre el escritorio sin cuidado alguno, incluso con un gesto que mezcla indiferencia, derrota y rencor. Sentado en la silla, con la vista perdida en un viejo monitor, H. toma de nuevo el teléfono, marca el mismo número que marcó antes y, como si repentinamente se hubiera vuelto alérgico a las empanadas que pidió, ordena unos ravioles con estofado. El diálogo entre H. y la voz desconocida no es tan disímil del que se dio minutos antes, pues la mujer pregunta la dirección y H. se la dicta, la mujer pregunta si el pago será con la cantidad exacta y H. afirma que sí, entonces ambas partes acuerdan despedirse, cuelgan y H. queda de nuevo en el vacío de la espera, en el limbo de los minutos que discurren con la parsimonia y con el inexacto, casi invisible, avance de un incienso que se consume lentamente. Ahora H. se irgue de su lugar de trabajo y, acercándose a la ventana que da a una concurrida avenida del comercial y tumultuoso barrio de Once, comienza a armarse de calma mientras observa desde las alturas de un sexto piso a los colectivos que van y vienen, los motociclistas, los vendedores callejeros, los autos sucios y grises, los peatones, que no son más que gente que camina perdida por la calle de la misma manera en que avanza perdida por la vida. H. percibe una postal citadina, una postal sureña que, a sabiendas de que será retratada, se emperifolla con una sordidez, con una insignificancia, con un mutismo tan propios del tercer mundo. El múltiple golpear a la puerta extrae a H. de estas vaguedades mentales, así que se dirige a recibir el pedido de los ravioles. Al abrir la puerta advierte que ahora quien realiza el envío, a diferencia de la ocasión anterior, es un señor ya entrado en edad, moreno, cabello entrecano y estatura más bien baja. Al verlo bien, H. piensa que puede no ser originario de Argentina, sino más bien boliviano, aunque su acento, cuando lo escucha hablar, se acerca más al habla de los peruanos. La transacción de monedas y del encargo se realiza con agilidad, no así el consumo de éste último, pues, al retirarse el repartidor, H. se acerca de nuevo a su escritorio, posa la bolsa con el platillo al lado de la bolsa que contiene las empanadas y se vuelve a sentar, inquieto, pensativo, en una silla que no para de temblar debido al sismo interno que aqueja a H. Un poco hastiado de la situación, toma de nuevo el teléfono, marca el número ya marcado, le atiende la voz ya escuchada, solicita el envío de un choripán con papas fritas, y, no importándole que sea la tercera orden en menos de una hora, H. dicta de nuevo la dirección, explica que el pago será con el importe exacto y cuelga el teléfono, para después levantarse a mirar por la ventana mientras espera lleno de ansia. Cerca de diez minutos después, el sonido de la puerta siendo golpeada llega a oídos de H., quien, inquieto, excitado, se apura a abrir. Una chica saluda a H. y le entrega la orden. H. la mira, la estudia, ahonda en sus rasgos, en sus facciones, teme entrar por sus ojos y no poder salir jamás. Ella no es Natalie Portman, no es Penélope Cruz, no es Scarlett Johannson, es sólo un cuerpo imperfecto que entrega una solicitud que ya no importa. H. paga con la cantidad exacta, se dan las gracias mutuas y se despiden. Satisfecho, H. desenvuelve el pedido y está a punto de comer, pero se da cuenta que el hambre ha pasado, ese inmenso hueco que le consumía el estómago ha dejado de estar ahí para pasarse a otra región de su anatomía, una quizá más profunda, una quizá más frágil aún. Entonces H., carente de apetito, toma el último paquete más los dos anteriores y los guarda en un pequeño frigorífico, donde hay otras seis bolsas idénticas. H. intenta ponerse a trabajar pero sabe que es inútil intentarlo, además de que no puede trabajar con el estómago vacío, a pesar de la falta de apetito. Entonces se acerca a la ventana a esperar a que el hambre apremie de nuevo, y, varias horas después, cuando esto sucede, H. toma el teléfono y marca el número ya conocido.

domingo, junio 08, 2008

Pasillo Y Ventana

Digamos que H. se inscribe a un curso. O a dos. Digamos que son cursos intensivos de diseño gráfico. Aunque también pueden no serlo. Entonces para ir a la escuela a anotarse, H. camina cerca de 40 minutos, no porque no tenga dinero para pagar un taxi, colectivo o subte, sino porque H. es una de esas pocas personas que, en estos tiempos, en estos días, le halla un extraño gusto a caminar largos tramos y a observar todo lo que encuentra en el camino. Tan es así que, después de registrarse en la institución educativa, se inventa un paseo donde no existe el lejos ni el cerca, entonces se mantiene caminando sin dirección fija por un buen rato, hasta que el cansancio le indica que hay que volver a casa. Al regresar, luego de haber agotado kilómetros sin rumbo alguno, decide tomar un colectivo. Digamos que es así como de pronto se ve sentado en un asiento contiguo a la ventana del línea 29, mirando a través de un cristal que no es más que la frontera entre un exterior y un interior imaginarios. En una de tantas paradas que hace el colectivo, H. se da cuenta que alguien se sienta junto a él, por lo que, instintivamente, en un acto reflejo, voltea disimuladamente hacia su izquierda y logra advertir que es una chica con pinta de venir del colegio, falda a cuadros, medias oscuras, mochila en el regazo. H. continúa mirando por la ventana hasta que, de un modo algo extraño y atípico, la pierna de la chica comienza a rozar la pierna de H., un roce, digamos, distinto al roce común de piernas que se da entre vecinos de asiento, un roce, digamos, más estrecho, más cálido. Digamos también que H. es un hombre cabal, educado, con aún cierto sentido de la moral y también, en cierta medida, introvertido. Entonces, evidencia de estas virtudes o defectos o como sea que se les quiera catalogar, H. recorre, discreto y sutil, su pierna izquierda para cortar con aquella ligera transgresión al espacio personal, pero la chica, o la pierna de la chica, parece insistir y se apoya de nuevo en el muslo de H. Antes de pensar en la remota, lejana, distantísima posibilidad de un flirteo, H. piensa en la edad de la muchacha, si es que se le puede llamar así a una mujer que viste uniforme de secundario y que a lo sumo tendrá quince o dieciséis años. H. aleja su pierna, de nuevo, de la pierna de la chica, pero cuando el camión pasa una curva, la extremidad de ella vuelve a caer en la incómoda posición anterior. H. ya no puede recorrer aún más la pierna, pues de hacerlo tomaría entonces una posición no muy confortable y, sobre todo, nada acorde a su virilidad, además de que sería más que evidente el rechazo o temor o nerviosismo que le embarga, y ni en broma considera la opción de expresarle a su vecina de asiento la incomodidad con la que lo hace viajar al apoyar su pierna en la de él. Suficientemente embarazosa le parece la situación tal como está, así que para qué empeorarla. Así las cosas, H. decide ignorar el asunto, y cuando mira por la ventana, tratando de continuar en lo que estaba cuando ocurrió la difícil interrupción, el colectivo está pasando justo frente a una comisaría de policía, por lo que le es inevitable, sintiendo el vaivén de la pierna vecina cada que el colectivo frena, arranca, dobla y vuelve a frenar, imaginarse tras unas celdas porteñas luego de una acusación de corrupción de menores. Unas cuadras después, la parada donde H. baja se avista. Cuando H. se levanta y le pide permiso a la chica para poder salir del asiento y del embrollo, hacen contacto visual, permitiéndole a él conocer el rostro de ella. H. se da cuenta de que no es nada fea, sino que, contrariamente a lo que se imaginaba, es muy bonita. Ella se pone de pie para que H. pase. Cuando H., rápidamente, le da las gracias, descubre, o cree descubrir, una tímida sonrisa nerviosa oculta bajo el rostro de la chica, un rostro bello y singularmente traslúcido, transparente. H. desciende del colectivo y cree estar seguro que ella se ha mudado al asiento de la ventanilla y lo está mirando. Paranoia de todos o de unos pocos. A H. lo consume la duda y piensa en voltear y confirmarlo, aunque inevitablemente piensa también en la edad de la chica. Al final, decide no averiguarlo nunca, vivir con la duda, y no voltea. H. camina sin prisa hacia su casa mientras el colectivo se aleja.

sábado, junio 07, 2008

Cortado

Una noche antes, H. sale tarde de la escuela. Con tarde nos referimos a las once y media, o bien, once con cuarenta, o bien, doce de la noche. En lo que camina hacia la parada del colectivo, en lo que éste tarda en pasar y en lo que hace de trayecto, cada vez son más son las silentes luces que se encienden en la calle y menos los kioscos que permanecen abiertos, por lo que le es imposible a H. hacerse de comestibles y de algunos otros artículos de necesidad básica que le están faltando. A la mañana siguiente, cuando H. despierta para ir al trabajo, le embarga un inquietante frío infernal, un frío de magnitudes extrañamente contradictorias, como cuando esos días calurosos de verano, de tan tristes y deprimentes, se vuelven calurosamente helados, gélidos, polares. H. prepara un café que sirve en una taza que días antes compró en una cafetería que está cerca de su casa, una taza que, piensa ahora que la tiene en sus manos, nadie hubiera comprado. Luego abre el frigorífico y, entre la precariedad de su contenido, elige uno que otro ingrediente para hacerse un desayuno de receta improvisada. Una vez preparado, se sienta frente al televisor, con el plato en el regazo, la taza con café humeante en la mesita del living y el control remoto en la mano izquierda, que usa para encender la tv y chequear la temperatura en el canal que da el noticiero matutino. Entonces, con más decaimiento que voluntad, además de la temperatura, H. mira también la nota de una chica argentina de 14 años que, víctima de una enfermedad fulminante, se encuentra en espera de un donante de hígado. El mismo sol que se filtra por las ventanas del departamento es el sol que intenta, inútilmente, calentar a una ciudad de Buenos Aires que está amaneciendo a seis grados centígrados. H. piensa en la temperatura, en la chica, en el hígado, para luego cambiar a un canal de música donde dan un video de Arctic Monkeys, video de una canción que H. disfruta acompañado de un café y una modesta sincronizada. Entonces, mientras sigue el ritmo de la canción con uno de sus pies, se siente sustraerse de las circunstancias y mirarse desde afuera, de la misma manera en que el alma del recién muerto escudriña su cuerpo inerte. Y ahí está H., observándose a sí mismo tomar café, comer una sincronizada y ver un video musical en la televisión. Así pasa que, sin saber exactamente el cómo, H. se da cuenta de que eso es la vida, y consciente del fluido discurrir de los eventos, se apura a terminar su desayuno para posteriormente tomar un baño e irse al trabajo.

viernes, mayo 23, 2008

Historias De Ascensor

Es un domingo de mayo y H. y A. duermen hasta pasado el mediodía. Durante toda la tarde no hacen más que tratar de olvidar el paso del tiempo con charlas vagas y cojas acerca de temas vacíos y banales, fútbol, música, cine, hobbies o gustos o pasiones en las que nada tienen que ver las preferencias del uno con las del otro, por lo que acaban siempre discrepando, y, en el peor de los casos, discutiendo con exagerados gestos y ademanes, lo que sucede en la mayoría de las veces, no siempre, pero sí en la mayor parte de las ocasiones. Después de varios contrastes de opiniones, terminan viendo películas americanas sin sentido, luego de las cuales, cerca de las 2 o 3 de la mañana, un agobiante aburrimiento termina por domarlos y deciden salir de su departamento para perderse por las calles de la ciudad, para disfrazarse, para mimetizarse o para camuflarse en la obscena escenografía urbana. Es así como empiezan caminando en el barrio de San Telmo y terminan dando vueltas en una plaza de Congreso, una plaza amarillenta, con carruseles y columpios y subibajas que pierden existencia a esa hora. Luego de pasar más de cuarenta minutos gastando los tenis y saliva en pláticas que no concluyen en otra cosa que no sea un contrastante disentir de ideas, deciden regresar a casa. Cuando entran al edificio donde viven, ambos ascensores están libres, así que cada uno, tanto H. como A., aborda uno distinto. Debido a la contigüidad de los elevadores, H. escucha con perfección la voz de A., y viceversa, así que A. cuenta, lenta y rítmicamente, del uno al tres, para posteriormente presionar el botón del piso al que van, pero H., por el trastorno del sueño, por el cansancio de la caminata, o quién sabe por qué, aunque lo más posible es que sea por el trastorno del sueño, presiona el botón de la planta baja, así que el ascensor está unos segundos sin moverse. Cuando H. se da cuenta y presiona el botón correcto, ya es demasiado tarde, el elevador de A. ya le lleva unos metros de ventaja. H. llega al cuarto piso, abre las puertas del ascensor, y cuando sale, A. le espera con una sonrisa sardónica y comienza a burlarse de él, pero H. no sonríe ni contesta palabra alguna. Entonces la puerta del departamento es abierta y ambos entran.

lunes, mayo 05, 2008

Vivir Para Escribirlo

H. está en su departamento y decide salir a caminar. Como casi todos sus paseos, este también comienza tarde, pues son las nueve de la noche y H. recién ha iniciado en Paseo Colón un recorrido de incierto destino, quizá hacia Retiro, para después ir a conocer, por vez primera en los más de sesenta días que lleva en Buenos Aires, el barrio de Recoleta. Con un aire de ligereza y dejadez, H. avanza paso a paso mientras va cantando antiguas canciones de su época como universitario, casi todas ellas de bandas inglesas, que se le antojan, no sabe bien por qué, en esta noche templada y airosa. Al llegar a la rotonda donde esta avenida se convierte en Leandro N. Alem, justo frente a la Casa de Gobierno, H. resuelve cruzar la amplia arteria para ir por detrás de la Casa Rosada y rodear menos, caminar menos, administrar sus energías, pues la caminata cantante pinta para ser extensa. H. canta, H. cruza exactamente sobre el paso para peatones, que más que una serie de líneas blancas le parecen la entrada de una jaula subterránea. Absorto en la suave y tibia musicalidad que le envuelve la mente, no voltea a ver si algún auto se aproxima, entonces escucha, más cerca de su oído izquierdo que del derecho, la aguda estridencia de un claxon, así que la música para, H. se detiene justo al pisar la primer línea blanca, y un auto compacto color gris pasa a poco más de un metro de H., a, fácil, más de sesenta kilómetros por hora. H. queda paralizado por unos segundos, retrocede y la descuidada acera lo vuelve a recibir, permitiéndole recobrar aire, conciencia, ánimos, mientras que la luz de peatón se activa. Cuando ésta se enciende, H., frío y transparente, cruza la avenida, que ahora le parece inmensa, insondable, imposible de andar. Cuando llega al otro lado, continúa su recorrido rumbo al norte de la ciudad y comienza ahora a pensar en la fragilidad, en la crisis, en la inconciencia, y cuando deja de pensar en esto, todavía sigue caminando, pero durante el resto de la noche H. no vuelve a cantar.

viernes, mayo 02, 2008

Larga Distancia

Sucede que H. y A., su compañero de viaje, miran la televisión cuando el primero recibe una llamada de su madre, quien está en la ciudad de Monterrey. El teléfono llega a timbrar cuatro veces, H. levanta, ¿Hola?, dice H., ¿H.?, ¿cómo estás, hijo?, pregunta su madre, a lo cual H. responde que bien, que normal, que acá todo tranquilo, que acá no pasa nada, y cosas así, mentiras piadosas del mismo estilo que las mentiras que se aprenden de los libros blancos de la vida, entonces la conversación va cayendo en huecos y baches y abismos de trivialidades que oscilan en lo familiar, en lo escolar, en las desmemorias, en las distancias. De pronto, cuando la plática ha tomado un rumbo inalterable, a H. le dan unas brutales y tremendas ganas de llorar, como es habitual cuando habla por teléfono con cualquier miembro de su familia, pero como es hombre, y los hombres, piensa H., sólo lloran hacia adentro, se muerde el labio y continúa como si nada, con los ojos a punto de desbordarse en lágrimas, a punto de derretirse, como si fuera la bombilla del living un insoportable sol y los ojos unos inanimados cubos de hielo. Cuando la llamada termina, cuando los auriculares se despiden del sentido del oído, el sentimiento de llanto ha pasado, mas no el hueco en el pecho, un hueco en el pecho de los malos, de esos que no se llenan con nada. Mientras H. trata de restablecerse, A. se levanta del sillón donde miraba televisión y avisa que irá a un cibercafé durante una o dos horas. A. sale, presiona el botón del elevador. Cuando H. escucha el sonido del ascensor que está, paradójicamente, descendiendo a la planta baja, toma el teléfono, levanta el auricular y marca un largo número. ¿Bueno?, contesta una dulce voz divina. Mamá, soy yo, dice H.

miércoles, abril 30, 2008

El Cuarenta Y Seis

H. camina hacia la escuela. Ya aprendió que saliendo del edificio donde vive, ubicado en la avenida Paseo Colón, debe andar hacia la izquierda, tomar Carlos Calvo, cruzar dos cuadras hasta llegar a Defensa, calle empedrada que le recuerda sus antiguas y lejanas y grises andanzas nocturnas y no tan nocturnas por el Barrio Antiguo. Al llegar a Defensa, calle que reconoce por el café Havanna que está en la esquina, dobla de nuevo a la izquierda, donde camina cerca de 8 o 9 o quizá 10 cuadras, durante las cuales se encuentra con personas, camiones, taxis, perros y demás fantasmas de ciudad, para minutos después, con la mirada absorta en el sucio pavimento, ir pensando en la tarea que le ha dejado el profesor de la materia de concepto. El brief se antoja fácil, comunicar que el hilo dental Reach, de Johnson and Johnson, es ahora más resistente. Mientras H. camina e intenta gestar algún concepto, llega a Caseros, la avenida donde pasa la línea 39, el colectivo que siempre toma para ir a la escuela, así que voltea a la derecha para posteriormente caminar una cuadra, hasta la parada del camión, bus, bondi, o como se le prefiera llamar. Ensimismado en el brief ya explicado, H. recorre la vista por diversos puntos inanes, ínfimos, y luego la posa en el señalamiento que enlista los números de los colectivos que hacen parada en esa esquina. Sorpresivamente, H. descubre que ahí se detiene también la línea número 46, homónimo de aquel 46 que pasaba frente a su casa, su verdadera casa, su auténtico hogar, ese de toda su vida, y que fue el camión que cientos de veces tomó para ir a la escuela, al centro de la ciudad, al estadio Tecnológico, esa cancha de mierda que sólo visitó en las ocasiones en las que Tigres, el equipo de su alma, también la visitaba. H. deja de pensar en el hilo dental, entonces recuerda que una vez, él, P. y C. estuvieron bebiendo cerveza hasta tarde en casa de éste último, quien vivía cerca de la cancha de mierda ya citada. Recuerda que comenzaron a tomar un sábado por la tarde y terminaron la madrugada del domingo, aproximadamente a las cinco o seis, ya cuando, a pesar de la disposición y total entrega del ebrio espíritu, el cuerpo se encontraba cansado y derrotado, aplastado, desplomado y sin respuesta. H., borracho e insomne, aborda, frente a casa de C., el primer ruta 46 que pasa la madrugada del domingo, para regresar a su modesta casa, ubicada en el otro extremo de la ciudad. H. no recuerda haber sentido la cruel pesadez de los párpados, H. no recuerda ninguna flacidez en las piernas, H. no recuerda haberse dormido apoyado en la helada ventana del camión, pero bien presente está en su memoria la hosca y grave voz del chofer despertándolo en la terminal de la ruta, ubicada ésta en las inmediaciones de la nada amigable colonia Niño Artillero. H., sin una moneda en el bolsillo, borracho y soñoliento, baja del camión y, con una confusa resignación, tiene que caminar cerca de 30 cuadras para regresar a su casa.

domingo, abril 06, 2008

Amanecer Del Hemisferio

H. está enfermo de gripe, H. se enferma con frecuencia, a veces de gripe, a veces del estómago, a veces de mal humor, si es que puede esto clasificarse como enfermedad, a veces, las más, de resaca, pero estos últimos padecimientos, si quieren hablar de ellos, será en otra ocasión. Ahora hablemos de que H. está enfermo de gripe, o gripa, o, lo que es peor, de ambas, y, como hace la gente común, ya que H. es una persona común, decide no ir a la escuela, se queda en su departamento del barrio de San Telmo a guardar reposo. Después de dormir varias horas, le invade un inexplicable e insoportable fastidio de estar acostado, entonces H. se levanta y, después de orinar plácidamente, se dirige al living a ver televisión. Están dando La Pantera Rosa, pero como ha visto ya casi todos los capítulos, baja por completo el volumen y decide que prefiere dejar que Peter Bjorn and John suenen en su computadora, mientras ve la ahora muda tv. De pronto suena el teléfono. H., en el tiempo que lleva viviendo en este departamento, pocas veces ha oído timbrar al aparato, así que, presa de una inquietud y curiosidad irremediables, salta del sillón y levanta apuradamente. ¿Hola?, contesta H. Se da cuenta de que es una grabación quien le llama, así que, de la misma manera en que el piano de cola cae sobre la Pantera Rosa, un témpano de desilusión le cae encima a H. Por favor no cuelgue, le dice una voz femenina, estamos haciendo una encuesta acerca de audiencias televisivas. Entonces H., sin saber exactamente por qué, ya sea por soledad, ya sea por aburrimiento, ya sea por escuchar una voz distinta, ya sea por haber sido seducido por el acento argentino de la grabación, se pone a escuchar con atención las preguntas y a responder, vía teclado del teléfono, si hay en ese momento televisores encendidos en su hogar, el canal que ve, la edad que tiene, su nivel de educación, entre otras. Aproximadamente cinco minutos después, H. termina la encuesta y cuelga el auricular, pero una suerte de vacío o de fragilidad o de abatimiento le invade profundamente, advierte entonces que nadie en sus cabales contesta tales encuestas y, harto de la improductividad e ineficiencia que flota en el aire, se pone de pie, despierta al computador, que, al igual que él, hasta ahora había estado dormido, y se pone, cual poseso, a escribir esto.

sábado, marzo 29, 2008

Cincuenta Dìas

El 20 de febrero de 2008, Heliasàr (en adelante, H.), deja su casa, familia, trabajo, amigos, país, y toma un avión de LAN Chile para cumplir un antiguo sueño, el de estudiar publicidad en Buenos Aires, Argentina. Mínima es la excusa de querer perfeccionar su pensamiento creativo, pues, además de eso, lo que H. en realidad quiere, de una u otra forma, aunque esto casi no lo hace público a nadie, es conocer nueva gente, conocer otro mundo, y, más que nada, retomar la costumbre de escribir, noble hábito que, desde tiempo atrás, tiene algo extraviado. El jueves 21 de febrero, a eso de las nueve de la mañana según el reloj de Chile, H. aterriza en el aeropuerto de Santiago para, antes de llegar al país de los gauchos, pasar una semana de vacaciones en la capital chilena. Luego de seis días, Santiago de Chile es para H. un hostal en la comuna de Providencia, es unas cervezas frías y oscuras en el Budapest, un cerro Santa Lucía, uno San Cristóbal, un Museo de Bellas Artes, una Plaza de Armas, es unas caminatas intensas, perdidas, eternas, por el centro de la soleada ciudad, pero, piensa ahora H., a bordo del vuelo 641 de LAN Chile, que lo llevará a Buenos Aires, que Santiago ha sido mucho más de lo que todas las palabras que caben en su mochila de viajero pueden explicar y construir, por más poéticas y bellas y hermosas que puedan sonar. Finalmente, el 27 de febrero, H. aterriza en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, en la provincia de Buenos Aires, para, ahora sí, instalarse en Capital Federal, estudiar y, quién sabe, quizá también trabajar, nadie sabe qué destinos se traigan entre manos estos horizontes porteños. El caso es que los primeros días resultan, tanto para H. como para A., su compañero de viaje, nefastos, con poca comida, pocas horas de sueño, poca higiene, poca comodidad, inconvenientes que, al paso de las semanas, se van atenuando. Después de que H. ha dejado Monterrey, tienen que pasar 50 días, un hostal en La Boca, hartos choripanes, abundantes panchos, ingentes rebanadas de pizza, miles de pasos extraviados y esquivos por las sucias calles de Buenos Aires, calles que, bien cabe resaltar, están todas llenas de cagada de perro, para que H., quien lucía sumido en una dejadez y en un viaje subterráneo que ni él entendía, abra los ojos y vuelva a escribir. Ahora que lo hace, recuerda las palabras de una gran amiga, L., quien una vez le dijo que observara bien y no olvidara los detalles, aunque también piensa en T., un gran amigo, quien una vez le obsequió unos imanes que decían Observe and write, y también, ya divagando, recuerda a B., quien una vez modificó el orden de estos imanes, para que rezaran Write And Observe. Minutos después de estar vaciando la mente en la hoja de Word, H. se detiene, H. observa, H. piensa, Estoy escribiendo de nuevo, aunque ni él sabe por cuánto tiempo.