domingo, junio 08, 2008
Pasillo Y Ventana
Digamos que H. se inscribe a un curso. O a dos. Digamos que son cursos intensivos de diseño gráfico. Aunque también pueden no serlo. Entonces para ir a la escuela a anotarse, H. camina cerca de 40 minutos, no porque no tenga dinero para pagar un taxi, colectivo o subte, sino porque H. es una de esas pocas personas que, en estos tiempos, en estos días, le halla un extraño gusto a caminar largos tramos y a observar todo lo que encuentra en el camino. Tan es así que, después de registrarse en la institución educativa, se inventa un paseo donde no existe el lejos ni el cerca, entonces se mantiene caminando sin dirección fija por un buen rato, hasta que el cansancio le indica que hay que volver a casa. Al regresar, luego de haber agotado kilómetros sin rumbo alguno, decide tomar un colectivo. Digamos que es así como de pronto se ve sentado en un asiento contiguo a la ventana del línea 29, mirando a través de un cristal que no es más que la frontera entre un exterior y un interior imaginarios. En una de tantas paradas que hace el colectivo, H. se da cuenta que alguien se sienta junto a él, por lo que, instintivamente, en un acto reflejo, voltea disimuladamente hacia su izquierda y logra advertir que es una chica con pinta de venir del colegio, falda a cuadros, medias oscuras, mochila en el regazo. H. continúa mirando por la ventana hasta que, de un modo algo extraño y atípico, la pierna de la chica comienza a rozar la pierna de H., un roce, digamos, distinto al roce común de piernas que se da entre vecinos de asiento, un roce, digamos, más estrecho, más cálido. Digamos también que H. es un hombre cabal, educado, con aún cierto sentido de la moral y también, en cierta medida, introvertido. Entonces, evidencia de estas virtudes o defectos o como sea que se les quiera catalogar, H. recorre, discreto y sutil, su pierna izquierda para cortar con aquella ligera transgresión al espacio personal, pero la chica, o la pierna de la chica, parece insistir y se apoya de nuevo en el muslo de H. Antes de pensar en la remota, lejana, distantísima posibilidad de un flirteo, H. piensa en la edad de la muchacha, si es que se le puede llamar así a una mujer que viste uniforme de secundario y que a lo sumo tendrá quince o dieciséis años. H. aleja su pierna, de nuevo, de la pierna de la chica, pero cuando el camión pasa una curva, la extremidad de ella vuelve a caer en la incómoda posición anterior. H. ya no puede recorrer aún más la pierna, pues de hacerlo tomaría entonces una posición no muy confortable y, sobre todo, nada acorde a su virilidad, además de que sería más que evidente el rechazo o temor o nerviosismo que le embarga, y ni en broma considera la opción de expresarle a su vecina de asiento la incomodidad con la que lo hace viajar al apoyar su pierna en la de él. Suficientemente embarazosa le parece la situación tal como está, así que para qué empeorarla. Así las cosas, H. decide ignorar el asunto, y cuando mira por la ventana, tratando de continuar en lo que estaba cuando ocurrió la difícil interrupción, el colectivo está pasando justo frente a una comisaría de policía, por lo que le es inevitable, sintiendo el vaivén de la pierna vecina cada que el colectivo frena, arranca, dobla y vuelve a frenar, imaginarse tras unas celdas porteñas luego de una acusación de corrupción de menores. Unas cuadras después, la parada donde H. baja se avista. Cuando H. se levanta y le pide permiso a la chica para poder salir del asiento y del embrollo, hacen contacto visual, permitiéndole a él conocer el rostro de ella. H. se da cuenta de que no es nada fea, sino que, contrariamente a lo que se imaginaba, es muy bonita. Ella se pone de pie para que H. pase. Cuando H., rápidamente, le da las gracias, descubre, o cree descubrir, una tímida sonrisa nerviosa oculta bajo el rostro de la chica, un rostro bello y singularmente traslúcido, transparente. H. desciende del colectivo y cree estar seguro que ella se ha mudado al asiento de la ventanilla y lo está mirando. Paranoia de todos o de unos pocos. A H. lo consume la duda y piensa en voltear y confirmarlo, aunque inevitablemente piensa también en la edad de la chica. Al final, decide no averiguarlo nunca, vivir con la duda, y no voltea. H. camina sin prisa hacia su casa mientras el colectivo se aleja.