lunes, junio 16, 2008

Trayecto De Olivos A San Telmo

Un sábado, al regresar de una fiesta a eso de las seis de la mañana, H. toma un taxi que lo lleve a casa. El taxi pasa por barrios y avenidas que H., a pesar de estar afectado por las cervezas que ingirió, está seguro que no conoce y nunca ha transitado, sin embargo, de un extraño modo, H. siente una lejana familiaridad con tales rumbos. Quizá, piensa para sí mismo, es porque, en esencia, todas las calles del mundo son idénticas, pero, antes de terminar la frase H. se corrige y asegura que todas las calles del mundo son la misma calle. En esto está ensimismado cuando el taxista comienza a charlar de diversos temas que, le parecen a H., vagos, confusos, cargados de una extraña propiedad que le impide opinar o al menos asentir o negar a lo que el conductor expone con un acento que, además, le resulta distinto del acento argentino. Mientras el taxista habla de banalidades, H. se va enterando, poco a poco, como si rescatara palabras clave del extraviado monólogo del conductor y luego las entrelazara para formar ideas más sustanciales, que quien maneja el taxi no es argentino, sino colombiano, que lleva más de tres años viviendo en Buenos Aires y que, para ganarse la vida en tal ciudad, en ese tiempo ha ejercido más de diez empleos, que mesero, que repartidor, que vendedor de mostrador, que lustrador de zapatos, que ayudante de carpintero, entre otros, hasta llegar así a manejar un taxi que no es de él, sino de un amigo que se lo alquila por unos cuantos mangos. A H. le parece que el discurso del taxista ha terminado, pues éste, así como así, comienza a hacer una pregunta tras otra. H. le cuenta que es de México y que está estudiando acá, que vive con un amigo también mexicano, que rentan un departamento en el viejo barrio de San Telmo y que la escuela donde cursan está en Palermo, uno de los tantos barrios que se están poniendo de moda a base de bares, discotecas, tiendas de diseñador, restaurantes caros para gente linda. Como que no quiere la cosa, el diálogo se va desviando y comienzan a hablar del fútbol mexicano, del fútbol argentino, del colombiano, aunque de éste último la plática no dura ni dos minutos. También hablan del fútbol inglés, el cual, coinciden, es el mejor del mundo. Indudable, inevitablemente, para dos extranjeros que se encuentran, un tema obligado es la comida. H. explica que, lo que más extraña de su país, no son precisamente los platillos con picante o las tortillas o los frijoles, sino, en orden de importancia, la familia, los amigos y el trato de la gente. Al escuchar esto último, el colombiano toma aire y suelta una extensa perorata acerca de la forma de ser del porteño, de su distanciamiento y renuencia a convivir con el extranjero, y entonces toma como referencia al pueblo de Corea del Sur, y explica que, según él, luego de años de unión y adhesión ante dificultosos eventos históricos que tuvieron que enfrentar, como guerras civiles y golpes de estado, la población en promedio experimentaba una rara dificultad de apertura hacia nuevas tendencias u otras culturas. Después, aunque esto H. lo escucha con los ojos entrecerrados, viendo por la ventana cómo se pierde la gente que está en la calle a esa hora, el taxista explica que luego de la explosión de la cultura de masas y de la sociedad del consumo, tal reticencia se vio un tanto menguada, a tal grado que ahora una especie de prueba o de evidencia o de demostración de esto, es ir por las calles de Shangai o de Seúl viendo diversas parejas multirraciales. H. asiente pensativo y un tanto sorprendido a lo que el conductor expone. H. dice que uno nunca va a conocer realmente los pensamientos de los demás, mucho menos los de quienes pertenecen a otra nacionalidad, pues algunos pensamientos están entonces en otro idioma. Luego la plática encoge, y como en toda plática que va disminuyendo, se toma el último recurso, así que el taxista le pregunta a H. que si sabe por qué los mexicanos no juegan al billar. H. contesta que no, y el conductor le dice que porque siempre se comen los tacos. H. sonríe sin muchas ganas, no sabe si por lo malo del chiste o por el sueño o por la borrachera que le embargan, entonces luego pregunta, mientras a lo lejos se divisa el edificio donde vive, que porqué los colombianos no juegan al béisbol. El conductor lo medita un poco, pero al final dice que no sabe, entonces H. revela que se debe a que se aspiran todas las líneas. Al colombiano parece no haberle hecho gracia, pero a H., que observa cómo el último semáforo que van a cruzar pasa del rojo al amarillo, y del amarillo al verde, se le dibuja una tibia sonrisa, no sabe si por el chiste o por el alivio de haber llegado a casa.

jueves, junio 12, 2008

Delivery

Es el último jueves de otoño, un otoño frío y lleno de extraños vientos, de malos vientos que corren y se estrellan contra los vidrios de un edificio de la avenida Corrientes. H. está sentado frente al computador de su trabajo con el auricular del teléfono en el oído, mientras el dedo índice de su mano se encarga de presionar, en el teclado del teléfono, los botones que conforman un número telefónico. Entonces alguien atiende, una voz apurada, cansada o triste, la voz de una mujer que H. no conoce y que quizá nunca va a conocer. La mujer le pregunta a H. el pedido, y éste responde que se trata de unas empanadas, unas cuántas de jamón y queso, unas cuántas de carne, dice H., cuando en realidad el relleno y la cantidad es lo que menos le importa. A decir verdad, tampoco le importaría si en lugar de empanadas le enviaran una hamburguesa, una pizza o una ensalada. Escuchamos decir a H. que pagará con importe exacto y después, con una inflexión ahogada en pesadumbre, susurra la dirección de la oficina, para después colgar y seguir en lo suyo, que es trabajar, aunque también puede que finja hacerlo. Luego de unos minutos, al escuchar que alguien toca la puerta, H. se pone de pie y se dirige a recibir el pedido. Quien lo entrega es un tipo alto, rubio, con los brazos llenos de tatuajes y con un rostro que, piensa H., bien podría ser el típico rostro del típico argentino típico. Luego de hacerse efectiva la entrega, H. paga y se despide del repartidor, para después tomar la bolsa que contiene las empanadas y posarla sobre el escritorio sin cuidado alguno, incluso con un gesto que mezcla indiferencia, derrota y rencor. Sentado en la silla, con la vista perdida en un viejo monitor, H. toma de nuevo el teléfono, marca el mismo número que marcó antes y, como si repentinamente se hubiera vuelto alérgico a las empanadas que pidió, ordena unos ravioles con estofado. El diálogo entre H. y la voz desconocida no es tan disímil del que se dio minutos antes, pues la mujer pregunta la dirección y H. se la dicta, la mujer pregunta si el pago será con la cantidad exacta y H. afirma que sí, entonces ambas partes acuerdan despedirse, cuelgan y H. queda de nuevo en el vacío de la espera, en el limbo de los minutos que discurren con la parsimonia y con el inexacto, casi invisible, avance de un incienso que se consume lentamente. Ahora H. se irgue de su lugar de trabajo y, acercándose a la ventana que da a una concurrida avenida del comercial y tumultuoso barrio de Once, comienza a armarse de calma mientras observa desde las alturas de un sexto piso a los colectivos que van y vienen, los motociclistas, los vendedores callejeros, los autos sucios y grises, los peatones, que no son más que gente que camina perdida por la calle de la misma manera en que avanza perdida por la vida. H. percibe una postal citadina, una postal sureña que, a sabiendas de que será retratada, se emperifolla con una sordidez, con una insignificancia, con un mutismo tan propios del tercer mundo. El múltiple golpear a la puerta extrae a H. de estas vaguedades mentales, así que se dirige a recibir el pedido de los ravioles. Al abrir la puerta advierte que ahora quien realiza el envío, a diferencia de la ocasión anterior, es un señor ya entrado en edad, moreno, cabello entrecano y estatura más bien baja. Al verlo bien, H. piensa que puede no ser originario de Argentina, sino más bien boliviano, aunque su acento, cuando lo escucha hablar, se acerca más al habla de los peruanos. La transacción de monedas y del encargo se realiza con agilidad, no así el consumo de éste último, pues, al retirarse el repartidor, H. se acerca de nuevo a su escritorio, posa la bolsa con el platillo al lado de la bolsa que contiene las empanadas y se vuelve a sentar, inquieto, pensativo, en una silla que no para de temblar debido al sismo interno que aqueja a H. Un poco hastiado de la situación, toma de nuevo el teléfono, marca el número ya marcado, le atiende la voz ya escuchada, solicita el envío de un choripán con papas fritas, y, no importándole que sea la tercera orden en menos de una hora, H. dicta de nuevo la dirección, explica que el pago será con el importe exacto y cuelga el teléfono, para después levantarse a mirar por la ventana mientras espera lleno de ansia. Cerca de diez minutos después, el sonido de la puerta siendo golpeada llega a oídos de H., quien, inquieto, excitado, se apura a abrir. Una chica saluda a H. y le entrega la orden. H. la mira, la estudia, ahonda en sus rasgos, en sus facciones, teme entrar por sus ojos y no poder salir jamás. Ella no es Natalie Portman, no es Penélope Cruz, no es Scarlett Johannson, es sólo un cuerpo imperfecto que entrega una solicitud que ya no importa. H. paga con la cantidad exacta, se dan las gracias mutuas y se despiden. Satisfecho, H. desenvuelve el pedido y está a punto de comer, pero se da cuenta que el hambre ha pasado, ese inmenso hueco que le consumía el estómago ha dejado de estar ahí para pasarse a otra región de su anatomía, una quizá más profunda, una quizá más frágil aún. Entonces H., carente de apetito, toma el último paquete más los dos anteriores y los guarda en un pequeño frigorífico, donde hay otras seis bolsas idénticas. H. intenta ponerse a trabajar pero sabe que es inútil intentarlo, además de que no puede trabajar con el estómago vacío, a pesar de la falta de apetito. Entonces se acerca a la ventana a esperar a que el hambre apremie de nuevo, y, varias horas después, cuando esto sucede, H. toma el teléfono y marca el número ya conocido.

domingo, junio 08, 2008

Pasillo Y Ventana

Digamos que H. se inscribe a un curso. O a dos. Digamos que son cursos intensivos de diseño gráfico. Aunque también pueden no serlo. Entonces para ir a la escuela a anotarse, H. camina cerca de 40 minutos, no porque no tenga dinero para pagar un taxi, colectivo o subte, sino porque H. es una de esas pocas personas que, en estos tiempos, en estos días, le halla un extraño gusto a caminar largos tramos y a observar todo lo que encuentra en el camino. Tan es así que, después de registrarse en la institución educativa, se inventa un paseo donde no existe el lejos ni el cerca, entonces se mantiene caminando sin dirección fija por un buen rato, hasta que el cansancio le indica que hay que volver a casa. Al regresar, luego de haber agotado kilómetros sin rumbo alguno, decide tomar un colectivo. Digamos que es así como de pronto se ve sentado en un asiento contiguo a la ventana del línea 29, mirando a través de un cristal que no es más que la frontera entre un exterior y un interior imaginarios. En una de tantas paradas que hace el colectivo, H. se da cuenta que alguien se sienta junto a él, por lo que, instintivamente, en un acto reflejo, voltea disimuladamente hacia su izquierda y logra advertir que es una chica con pinta de venir del colegio, falda a cuadros, medias oscuras, mochila en el regazo. H. continúa mirando por la ventana hasta que, de un modo algo extraño y atípico, la pierna de la chica comienza a rozar la pierna de H., un roce, digamos, distinto al roce común de piernas que se da entre vecinos de asiento, un roce, digamos, más estrecho, más cálido. Digamos también que H. es un hombre cabal, educado, con aún cierto sentido de la moral y también, en cierta medida, introvertido. Entonces, evidencia de estas virtudes o defectos o como sea que se les quiera catalogar, H. recorre, discreto y sutil, su pierna izquierda para cortar con aquella ligera transgresión al espacio personal, pero la chica, o la pierna de la chica, parece insistir y se apoya de nuevo en el muslo de H. Antes de pensar en la remota, lejana, distantísima posibilidad de un flirteo, H. piensa en la edad de la muchacha, si es que se le puede llamar así a una mujer que viste uniforme de secundario y que a lo sumo tendrá quince o dieciséis años. H. aleja su pierna, de nuevo, de la pierna de la chica, pero cuando el camión pasa una curva, la extremidad de ella vuelve a caer en la incómoda posición anterior. H. ya no puede recorrer aún más la pierna, pues de hacerlo tomaría entonces una posición no muy confortable y, sobre todo, nada acorde a su virilidad, además de que sería más que evidente el rechazo o temor o nerviosismo que le embarga, y ni en broma considera la opción de expresarle a su vecina de asiento la incomodidad con la que lo hace viajar al apoyar su pierna en la de él. Suficientemente embarazosa le parece la situación tal como está, así que para qué empeorarla. Así las cosas, H. decide ignorar el asunto, y cuando mira por la ventana, tratando de continuar en lo que estaba cuando ocurrió la difícil interrupción, el colectivo está pasando justo frente a una comisaría de policía, por lo que le es inevitable, sintiendo el vaivén de la pierna vecina cada que el colectivo frena, arranca, dobla y vuelve a frenar, imaginarse tras unas celdas porteñas luego de una acusación de corrupción de menores. Unas cuadras después, la parada donde H. baja se avista. Cuando H. se levanta y le pide permiso a la chica para poder salir del asiento y del embrollo, hacen contacto visual, permitiéndole a él conocer el rostro de ella. H. se da cuenta de que no es nada fea, sino que, contrariamente a lo que se imaginaba, es muy bonita. Ella se pone de pie para que H. pase. Cuando H., rápidamente, le da las gracias, descubre, o cree descubrir, una tímida sonrisa nerviosa oculta bajo el rostro de la chica, un rostro bello y singularmente traslúcido, transparente. H. desciende del colectivo y cree estar seguro que ella se ha mudado al asiento de la ventanilla y lo está mirando. Paranoia de todos o de unos pocos. A H. lo consume la duda y piensa en voltear y confirmarlo, aunque inevitablemente piensa también en la edad de la chica. Al final, decide no averiguarlo nunca, vivir con la duda, y no voltea. H. camina sin prisa hacia su casa mientras el colectivo se aleja.

sábado, junio 07, 2008

Cortado

Una noche antes, H. sale tarde de la escuela. Con tarde nos referimos a las once y media, o bien, once con cuarenta, o bien, doce de la noche. En lo que camina hacia la parada del colectivo, en lo que éste tarda en pasar y en lo que hace de trayecto, cada vez son más son las silentes luces que se encienden en la calle y menos los kioscos que permanecen abiertos, por lo que le es imposible a H. hacerse de comestibles y de algunos otros artículos de necesidad básica que le están faltando. A la mañana siguiente, cuando H. despierta para ir al trabajo, le embarga un inquietante frío infernal, un frío de magnitudes extrañamente contradictorias, como cuando esos días calurosos de verano, de tan tristes y deprimentes, se vuelven calurosamente helados, gélidos, polares. H. prepara un café que sirve en una taza que días antes compró en una cafetería que está cerca de su casa, una taza que, piensa ahora que la tiene en sus manos, nadie hubiera comprado. Luego abre el frigorífico y, entre la precariedad de su contenido, elige uno que otro ingrediente para hacerse un desayuno de receta improvisada. Una vez preparado, se sienta frente al televisor, con el plato en el regazo, la taza con café humeante en la mesita del living y el control remoto en la mano izquierda, que usa para encender la tv y chequear la temperatura en el canal que da el noticiero matutino. Entonces, con más decaimiento que voluntad, además de la temperatura, H. mira también la nota de una chica argentina de 14 años que, víctima de una enfermedad fulminante, se encuentra en espera de un donante de hígado. El mismo sol que se filtra por las ventanas del departamento es el sol que intenta, inútilmente, calentar a una ciudad de Buenos Aires que está amaneciendo a seis grados centígrados. H. piensa en la temperatura, en la chica, en el hígado, para luego cambiar a un canal de música donde dan un video de Arctic Monkeys, video de una canción que H. disfruta acompañado de un café y una modesta sincronizada. Entonces, mientras sigue el ritmo de la canción con uno de sus pies, se siente sustraerse de las circunstancias y mirarse desde afuera, de la misma manera en que el alma del recién muerto escudriña su cuerpo inerte. Y ahí está H., observándose a sí mismo tomar café, comer una sincronizada y ver un video musical en la televisión. Así pasa que, sin saber exactamente el cómo, H. se da cuenta de que eso es la vida, y consciente del fluido discurrir de los eventos, se apura a terminar su desayuno para posteriormente tomar un baño e irse al trabajo.