miércoles, abril 30, 2008

El Cuarenta Y Seis

H. camina hacia la escuela. Ya aprendió que saliendo del edificio donde vive, ubicado en la avenida Paseo Colón, debe andar hacia la izquierda, tomar Carlos Calvo, cruzar dos cuadras hasta llegar a Defensa, calle empedrada que le recuerda sus antiguas y lejanas y grises andanzas nocturnas y no tan nocturnas por el Barrio Antiguo. Al llegar a Defensa, calle que reconoce por el café Havanna que está en la esquina, dobla de nuevo a la izquierda, donde camina cerca de 8 o 9 o quizá 10 cuadras, durante las cuales se encuentra con personas, camiones, taxis, perros y demás fantasmas de ciudad, para minutos después, con la mirada absorta en el sucio pavimento, ir pensando en la tarea que le ha dejado el profesor de la materia de concepto. El brief se antoja fácil, comunicar que el hilo dental Reach, de Johnson and Johnson, es ahora más resistente. Mientras H. camina e intenta gestar algún concepto, llega a Caseros, la avenida donde pasa la línea 39, el colectivo que siempre toma para ir a la escuela, así que voltea a la derecha para posteriormente caminar una cuadra, hasta la parada del camión, bus, bondi, o como se le prefiera llamar. Ensimismado en el brief ya explicado, H. recorre la vista por diversos puntos inanes, ínfimos, y luego la posa en el señalamiento que enlista los números de los colectivos que hacen parada en esa esquina. Sorpresivamente, H. descubre que ahí se detiene también la línea número 46, homónimo de aquel 46 que pasaba frente a su casa, su verdadera casa, su auténtico hogar, ese de toda su vida, y que fue el camión que cientos de veces tomó para ir a la escuela, al centro de la ciudad, al estadio Tecnológico, esa cancha de mierda que sólo visitó en las ocasiones en las que Tigres, el equipo de su alma, también la visitaba. H. deja de pensar en el hilo dental, entonces recuerda que una vez, él, P. y C. estuvieron bebiendo cerveza hasta tarde en casa de éste último, quien vivía cerca de la cancha de mierda ya citada. Recuerda que comenzaron a tomar un sábado por la tarde y terminaron la madrugada del domingo, aproximadamente a las cinco o seis, ya cuando, a pesar de la disposición y total entrega del ebrio espíritu, el cuerpo se encontraba cansado y derrotado, aplastado, desplomado y sin respuesta. H., borracho e insomne, aborda, frente a casa de C., el primer ruta 46 que pasa la madrugada del domingo, para regresar a su modesta casa, ubicada en el otro extremo de la ciudad. H. no recuerda haber sentido la cruel pesadez de los párpados, H. no recuerda ninguna flacidez en las piernas, H. no recuerda haberse dormido apoyado en la helada ventana del camión, pero bien presente está en su memoria la hosca y grave voz del chofer despertándolo en la terminal de la ruta, ubicada ésta en las inmediaciones de la nada amigable colonia Niño Artillero. H., sin una moneda en el bolsillo, borracho y soñoliento, baja del camión y, con una confusa resignación, tiene que caminar cerca de 30 cuadras para regresar a su casa.

domingo, abril 06, 2008

Amanecer Del Hemisferio

H. está enfermo de gripe, H. se enferma con frecuencia, a veces de gripe, a veces del estómago, a veces de mal humor, si es que puede esto clasificarse como enfermedad, a veces, las más, de resaca, pero estos últimos padecimientos, si quieren hablar de ellos, será en otra ocasión. Ahora hablemos de que H. está enfermo de gripe, o gripa, o, lo que es peor, de ambas, y, como hace la gente común, ya que H. es una persona común, decide no ir a la escuela, se queda en su departamento del barrio de San Telmo a guardar reposo. Después de dormir varias horas, le invade un inexplicable e insoportable fastidio de estar acostado, entonces H. se levanta y, después de orinar plácidamente, se dirige al living a ver televisión. Están dando La Pantera Rosa, pero como ha visto ya casi todos los capítulos, baja por completo el volumen y decide que prefiere dejar que Peter Bjorn and John suenen en su computadora, mientras ve la ahora muda tv. De pronto suena el teléfono. H., en el tiempo que lleva viviendo en este departamento, pocas veces ha oído timbrar al aparato, así que, presa de una inquietud y curiosidad irremediables, salta del sillón y levanta apuradamente. ¿Hola?, contesta H. Se da cuenta de que es una grabación quien le llama, así que, de la misma manera en que el piano de cola cae sobre la Pantera Rosa, un témpano de desilusión le cae encima a H. Por favor no cuelgue, le dice una voz femenina, estamos haciendo una encuesta acerca de audiencias televisivas. Entonces H., sin saber exactamente por qué, ya sea por soledad, ya sea por aburrimiento, ya sea por escuchar una voz distinta, ya sea por haber sido seducido por el acento argentino de la grabación, se pone a escuchar con atención las preguntas y a responder, vía teclado del teléfono, si hay en ese momento televisores encendidos en su hogar, el canal que ve, la edad que tiene, su nivel de educación, entre otras. Aproximadamente cinco minutos después, H. termina la encuesta y cuelga el auricular, pero una suerte de vacío o de fragilidad o de abatimiento le invade profundamente, advierte entonces que nadie en sus cabales contesta tales encuestas y, harto de la improductividad e ineficiencia que flota en el aire, se pone de pie, despierta al computador, que, al igual que él, hasta ahora había estado dormido, y se pone, cual poseso, a escribir esto.