lunes, septiembre 29, 2008

Pasajeros Sin Destino

Si uno cruza la puerta principal del edificio donde H. vive, lo primero con lo que se encuentra, dadas sus llamativas dimensiones, es con una pared de espejo que se encuentra al fondo, hacia la cual, si uno va a tomar el ascensor, se tiene que dirigir inevitablemente, pues este enorme espejo es perpendicular a los elevadores, que, aunque suene raro, se hallan al fondo a la derecha. También inevitablemente, si nos basamos en las siempre extrañas conductas del ser humano, lo que uno hace cuando camina hacia los ascensores, y por ende hacia el espejo gigante, es mirar en éste su reflejo, analizar su apariencia, como si no fuera suficiente saber que uno es uno y que difícilmente se puede mudar de figura así como así. La idea es que un día H., luego de acceder al edificio e involuntariamente mirarse en el espejo, advierte en él, gracias al vidrio traslúcido del que está formada la puerta principal, que una señora se dispone a abrir la misma entrada por la cual H. ingresó hace unos segundos. H. piensa que de haber advertido la presencia de la mujer cuando él todavía estaba cruzando el umbral de la entrada, lo natural sería haberla esperado con la puerta abierta para, símbolo de educación, símbolo de solidaridad, ahorrarle el trabajo de introducir la llave, girarla y empujar para abrir. El mismo gesto aparece cuando alguien sube al ascensor antes que otra persona, dilata el cierre de la puerta para que puedan subir todos. H. acostumbra hacerlo, H. lo ha hecho cuando se da la situación, sólo que esta vez, al notar que los dos elevadores están libres, piensa en la idea de que cada uno, él y la mujer, puedan viajar, cada quien, en uno solo. Más espacio, más comodidad, menos silencios abrumantes entre dos personas que no se conocen ni planean hacerlo. H. jala la puerta para cerrarla y en ese mismo instante escucha, uno inmediatamente sucedido del otro, el sonido de la entrada cerrándose y la voz de la mujer, Espera, que yo también subo, le dice. H. deja la puerta abierta, la mujer entra al ascensor y, con un semblante poco amable, con unos ojos que trituran, dice, Para qué usar los dos, refiriéndose, obviamente, a los elevadores. H., en un principio, no sabe qué contestar, pero luego se hace a la idea de que es mejor guardar silencio, sin ceder a lo que podría dar comienzo a una discusión de ascensor, y, ante esta decisión, lo que H. sólo hace es, con un gesto que mezcla compasión y altivez, mirarla de arriba abajo. Al llegar al cuarto piso, H. sale del ascensor, no se despiden, tampoco se miran. La mujer sigue su viaje hasta la treceava planta y H. ingresa a su departamento. Pasan los días, las semanas y uno que otro mes sin que H. se vuelva a encontrar con tal señora, por los que sus viajes en los ascensores del edificio, si bien fugaces, son cálidos y apacibles, sin molestias ni altercados, Como la vida misma debería ser, piensa H., uno de esos días en los que a H. se le antoja pensar. Así pasa hasta que una noche le da por visitar a una amiga chilena que, estando de visita en Buenos Aires, se hospeda en el Hotel Presidente, cerca del centro de la ciudad. H. sale tarde de casa. Pasadas las diez de la noche se encuentra cruzando la avenida Paseo Colón para, justo en la facultad de ingeniería de la UBA, tomar el colectivo 152, que lo dejará a escasas seis cuadras de su destino. En la parada del bus se encuentran, fácilmente, trece o catorce o quince personas, quienes, esperando el camión, forman una extensa cola, una larga y triste fila de seres que, por sus rostros, parecieran esperar su turno de entrar al infierno, aunque para H. los semblantes tienen la congoja de quien se acaba de enterar a qué edad va a morir. H. se forma detrás de un señor de edad, quien, al paso de los minutos, se impacienta y se marcha. Extrañamente, el colectivo tarda demasiado tiempo en aparecer. H. mira gente que, molesta por la espera, deja la fila y se va, gente que, como si sustituyeran a los que desertaron, llega y se forma tras él, y gente que, como H., conserva una débil pero firme esperanza que los mantiene estoicos en la línea. En determinado momento de la espera, al pasar diez o quince minutos sin que colectivo alguno se deje ver, escucha, detrás suyo, comentarios acerca de un posible paro de los choferes del transporte público. H. recuerda que días antes las empresas de buses habían suspendido el servicio desde las diez de la noche hasta las cuatro de la mañana como protesta por la inseguridad actual, pues en un suburbio de la provincia de Buenos Aires uno de sus colegas había sido asaltado y asesinado por un delincuente que, hasta el momento, continuaba prófugo. H. piensa qué hacer, pues, en el caso de que sea cierto que la protesta continúa, no habrá en qué moverse durante un buen rato, y ni en juego considera la opción de caminar, pues el frío invernal, la oscuridad de las calles y la distancia que lo separa de su destino no combinan favorablemente entre sí. Suena un teléfono celular detrás de H. Una mujer contesta. H., impensadamente, escucha con atención lo que la mujer dice y confirma lo esperado, el paro nocturno de las compañías de colectivos continuará indefinidamente hasta que las autoridades correspondientes les den solución alguna a las exigencias del sindicato. Conseguir un taxi es, ciertamente, complicado, pues, ante tales circunstancias, la demanda de coches de sitio se incrementa considerablemente. Por otro lado, H. repara en que, confirmado el paro, las personas que esperaban se marchan, la fila se deshace, quedando solamente tres o cuatro personas, entre ellas, para sorpresa de H., la mujer del ascensor, esa del piso trece de su mismo edificio. Ensimismado en las casualidades, en los destinos, H. tarda en percatarse que él es ahora el primero de la fila, pues todos sus precedentes se han marchado. En vista de la situación, H. desciende del cordón de la banqueta y hace la parada a un taxi, el primer taxi que ha visto libre en toda la noche. No sabe bien qué lo empuja a hacerlo, pero, antes de abrir la puerta, voltea con la mujer de su edificio y le dice que si lo quiere tomar ella. La mujer le pregunta que hasta a dónde va y H. responde que al Hotel Presidente, en la calle Cerrito, casi esquina con Córdoba. La mujer duda un poco, pero, al final, sugiere compartir el auto, dice que se pueden bajar en el mismo lugar y de ahí ella caminará a una estación del subte. Ambos suben. El taxi arranca. La escena, le parece a H., es como de un sueño febril, una ilusión delirante que lo cubre todo, desde el taxi hasta la ciudad, los árboles, las personas que caminan a falta de colectivos, a falta de taxis, a falta de ánimos y vida, en fin, todo eso que pasa por las ventanillas a una velocidad que, piensa H., es la velocidad del delirio, de la alucinación. El conductor y la mujer hablan de lo que se debe hablar cuando uno viaja en un carro de sitio, y eso es el paro del transporte público, eso es la inseguridad, eso es las demandas de los choferes, eso es el impacto de la protesta, eso es nimiedades que, por una razón u otra, a H. le parecen lejanísimas, distantes, por lo que, meditabundo, cavila en el frenesí, en la ingravidez, en la falta de toda cordura. De ahí que, presa de sus pensamientos, comience a imaginar una situación de película barata, de película barata y triste y lamentable, que no es otra cosa que el taxista frenando violentamente, el taxista sacando un revólver de la guantera del coche y, a base de gritos y amenazas, intenta robarles sus pertenencias. En ese momento, indefensos, la mujer y H. comienzan a desprenderse de sus efectos personales, pero H., en una muestra de su retorcida mente y sus ominosas intenciones, le dice al taxista que hagan un trato, el cual consiste en que ambos asaltan a la mujer, la someten, la llevan en el taxi a un descampado y abusan sexualmente de ella, para posteriormente asesinarla y dejarla a medio enterrar en una desolada área de la carretera. El conductor le mira perplejo. Dale, boludo, dale que la partimos en ocho, dice H., fingiendo un acento argentino que ni él mismo sabe cómo lo hace, para después decirle que todo quedará entre ellos, ni H. sabe nada del taxista ni el taxista sabe nada de H., así logran la fechoría, esquivan el castigo de la ley y nunca se vuelven a ver. El taxista escucha extrañado el plan, sin poder creerlo del todo, sin saber exactamente qué gesto componer, mientras que H. continúa elaborando teóricamente el plan, al momento de que, en una especie de demostración, de adelanto, trata de tocar, violentamente, la entrepierna de la mujer, quien al principio se resiste, pero después, con el revólver del taxista en la frente, no tiene más opción que ceder ante el abuso. H. le dice al taxista que conoce un lugar donde pueden llevar todo a cabo. Es seguro y la policía no entra ahí, le explica, entonces le da las indicaciones y cuando el taxista arranca, la mujer se violenta y comienza a golpear a H. El conductor, por el espejo retrovisor, observa cómo H. trata de someterla, sin poder conseguirlo del todo. H. le grita al taxista que le dispare en una pierna, en una mano, en el hombro, para así ejercer control sin llegar a quitarle la vida, no todavía. El taxista, entre que conduce y que apunta no sabe bien a dónde, siente una presión enorme, pues, además de mantener el auto en su carril, tiene que soltar un tiro hacia atrás por demás certero. No me dispares a mí, no me dispares a mí, grita H., entre golpes, manotazos, rasguños y gritos de la mujer, que, aterrorizada, indignada, intenta defenderse como puede. De pronto, en un instante, H. logra someterla. Yo le disparo, dice H., vos vas a fallar. El taxista observa, nervioso, lo poco que el retrovisor le deja ver. H. se irgue entre los asientos delanteros y toma la pistola, ante la estupefacción del conductor, ante el pavor de la mujer, entonces apunta y dispara justo en la nuca del taxista. La bala, veloz, mortífera, entra pero también sale, volviendo añicos el cristal del parabrisas. El sorpresivo giro resulta a la perfección, justo como en una película barata y triste y lamentable, entonces el taxi se estrella contra un árbol de la avenida Corrientes. H. y la mujer descienden despavoridos pero ilesos. Luego él borra sus huellas de la pistola y la tira por ahí, para, después de pedirle disculpas a la mujer por aquello de la entrepierna, retomar ambos la ruta hacia sus respectivos destinos, no sin antes pactar el silencio, el anonimato, el olvido. Vos no sabés nada de mí ni yo de vos, dice H. Ambos sabemos dónde vive el otro, eso será lo único que nos una, eso y el silencio, le dice la mujer, con un temblor producto o del frío o del miedo. Al volver del lastimoso delirio, H. escucha que el conductor y la mujer hablan de las distintas razas de perros, sin poder imaginarse cómo se llega a ese tema después de estar hablando de un paro de colectivos. El taxi se detiene en la avenida Córdoba esquina Cerrito, donde ambos, la mujer y H., se bajan, dividen en dos la cuota del viaje y la saldan, para, luego de las formalidades de despedida entre dos personas extrañas la una a la otra, tomar rumbos distintos. Mientras camina al hotel donde se está quedando su amiga, H. va pensando que, si la fantasía de película deplorable que se imaginó en el camino hubiera en realidad sucedido, al día siguiente, conociendo cómo es la gente de este país, de esta ciudad, algún sindicato de taxistas estarían haciendo un paro, exigiendo mayor seguridad para los conductores. Paro de colectivos y paro de taxis, medita H., y entonces no sabe qué hubiera pasado.

viernes, septiembre 26, 2008

Extravíos

Pasa que la zona norte de Buenos Aires no queda precisamente en esa dirección, sino que, si se escruta un mapa y se buscan las referencias de los puntos cardinales, se advierte que a lo que se le llama Zona Norte queda, paradójicamente, en el oeste, como si la figura de la provincia de Gran Buenos Aires hubiera sufrido, en determinado momento del pasado, una rotación de noventa grados en el sentido de las manecillas del reloj. Así, a lo que acá se le llama Zona Este queda hacia el sur, la Zona Sur en el oeste y la Zona Oeste al norte. Todo esto va pensando H. mientras camina sobre la calle Aráoz luego de terminar la primer clase de un curso de narrativa al que se ha inscrito. Son cerca de las once treinta de la noche y debido a la precaria luz mercurial y a los robustos árboles de la vereda, la calle luce en sombras, casi desierta, casi en un tono fantasmal. Luego de que su mente deja atrás los nortes y los oestes, H. se pregunta por qué en la primer clase de un taller de narrativa se la pasan leyendo poemas. Entonces, tras rebuscar un tanto y sin tener nada o mucho que ver, se da cuenta de que no sabe nada de poesía, que nunca leyó a los consagrados de la poesía y, quizá para justificarse, se dice para sus adentros que se debe a que simplemente no le gusta, aunque, más allá de gustarle o no, tal vez lo que sucede es que no la entiende, aunque esta última posibilidad no se le cruza por la cabeza. Soportando el gélido viento que le golpea el rostro, H. camina cerca de seis cuadras, faltándole otras seis para llegar a la avenida Santa Fe, donde, para ir a su casa, tendrá que esperar un colectivo de la línea 152 o de la línea 64 o de la línea 29, el primero que pase, el que menos tarde. Al cruzar la calle Soler, se da cuenta que la acera donde camina o, más bien, la calle donde camina, cada vez se vuelve más oscura, atenuando las sombras y los contrastes, acentuando esa aura fantasmagórica que tienen a esta hora las calles de esta ciudad, como si en vez de acercarse a la luz de una avenida más concurrida, se alejara, perdiendo el escaso reflejo e iluminación que de ésta recibe. El caso es que H. avanza rápido a pesar de ser una persona que gusta de caminar despacio, lo que generalmente hace para ir observando los alrededores, los detalles, y, más importante aún, poner suficiente atención en donde pisa, asunto por más relevante en una ciudad como Buenos Aires, donde las aceras están todas embadurnadas de cagada de perro. En cierto momento, H. nota que, a pesar de lo desolado del barrio, no es el único que deambula por ahí a esas horas, pues en la banqueta de enfrente, en el mismo sentido que él, camina una chica que, con la mirada descendente, pareciera también preocuparse por las mierdas de perro. Aparentemente, la joven no tiene prisa, no tiene ni prisa ni frío, pues avanza a paso lento y viste solamente una ligera sudadera color negro, aunque, a la débil iluminación de la calle, bien pudiera ser de cualquier otro color con tonalidad oscura. Debido a que el paso de H. es un poco más presuroso, éste no tarda en rebasarla, y cuando lo hace, sin saber exactamente por qué motivo, quizá sólo por curiosidad, quizá sólo por costumbre, aprovecha el ángulo que le favorece y voltea a verla. La chica también voltea y entonces cruzan miradas por unas décimas de segundo, miradas que en todo caso no se reconocen y, por ende, quedan en sólo eso, sin convertirse en nada más, ni siquiera en una sonrisa o un guiño de ojo, mucho menos en un ademán de saludo. H. sigue caminando. H. continúa pensando en rarezas que brincan de pronto en su cabeza. Horas antes, cuando se dirigía al curso, abordó uno de esos colectivos que en la parte de adelante tienen pequeñas pantallas donde, afán de entretener al pasajero, afán de lucrar con la mercadotecnia, dan información que va desde noticias y pronóstico del tiempo, hasta datos curiosos y sinopsis de películas, siempre intermediadas por anuncios comerciales. En una de esas pantallas, H. lee un chiste que en ese momento le causa demasiada gracia, aunque ahora no consigue recordarlo por completo. En eso está ocupada la mente de H. cuando, repentinamente, se siente rebasado por la misma chica que caminaba del otro lado de la calle, aunque ahora avanza en la misma acera que él, para, con un andar imprevistamente más presuroso, dejarlo atrás. H. dilucida que la sudadera de ella es de un color violeta oscuro, un buen color que combina con su cabello, un cabello largo y lacio y oscuro que oscila a cada paso que ella da. Al llegar a la siguiente esquina, la chica se detiene antes de cruzar la calle y, con semblante manifiestamente dubitativo, mira hacia ambos lados, como si no supiera exactamente a dónde dirigirse, como si tuviera un serio conflicto con ese norte que se hace llamar oeste o con ese oeste, ese este, ese sur, que, cual reflejo de las personas, aspiran a ser algo que no son. Cuando H., disponiéndose a atravesar la calle, pasa a su lado, ella le pregunta por la avenida Scalabrini Ortiz, a la cual para llegar, desde el punto en donde ambos se encuentran, sólo se tiene que doblar a la izquierda y caminar una cuadra. H. se lo dice. La chica, que para sorpresa o decepción o extrañeza de H., tiene acento español, parece entender, aunque vuelve a hacer otra pregunta, ahora inquiriendo por la avenida Santa Fe. H. le dice que, andando en la dirección en la que venía, se la encontrará perpendicularmente a su camino en cuestión de dos o tres cuadras. La joven asiente, aunque parece no estar del todo segura acerca de qué rumbo tomar. H. la mira, esperando algo, aunque sin saber exactamente qué, una reacción, como puede ser un agradecimiento, una despedida, una pregunta más, algo. La chica hace minúsculos y vertiginosos malabares con una cajetilla de marlboro que tiene en sus manos. El silencio entre ambos es tan lóbrego como el de la misma calle por la que avanzaban, como si, después de recorrer tantas cuadras en silencio, hubieran perdido el dote del habla. O peor aún, como si luego de andar por una calle silenciosa, se hubieran mimetizado y absorbido esas mismas cualidades insonoras. Y ahí están ambos unos segundos más. En un cruce de calles mudas dos extranjeros más mudos aún. La joven, al final, agradece la información y dobla hacia la izquierda, en dirección a Scalabrini Ortiz. H., un tanto confundido, un tanto atribulado, un tanto arrepentido, continúa su camino hacia la avenida Santa Fe. Unas cuadras después, más al norte, más al oeste, H. sigue sin poder recordar el chiste que había leído, pero, justo en el momento en que extiende el brazo en el aire para que el colectivo se detenga, recuerda uno que le parece todavía mejor. ¿Qué le dijo el timbre al dedo? Si me tocas, grito.