sábado, diciembre 27, 2008

Última Vez

1. Empiezan a beber en el salón de clases, algunos van llegando con bolsos, mochilas o morrales que, al moverse, dejan escuchar los golpeteos de las botellas, unas son Quilmes, unas son Schneiner, unas son Stella Artois, aunque la Stella Artois no es la preferida de H., así que H. toma un vasito de plástico y se sirve Quilmes, y cuando la prueba se da cuenta que no está tan fría como quisiera, pero eso poco importa a estas alturas del año, del curso y de la noche. Durante las tres horas de clase, la última clase, los dos profesores, el de dirección de arte y el de redacción, platican con los alumnos cosas más que extra-escolares, casi nadie habla de campañas ni de conceptos ni de titulares ni de insights, por lo que el tiempo parece correr más rápido. Cuando dan las once, sale el grupo, cual ordenada caravana de excursión, hacia el departamento de uno de los alumnos, quien lo ofreció para reunirse por vez última en este peculiar veinte de diciembre. El invierno queda atrás, el verano, este verano tan raro, tan húmedo y tan bochornoso y tan pegajoso, de pronto se vuelve irreconocible, pierde forma y fondo, es entonces que, mientras los veinticinco o treinta seres que conforman aquel grupo caminan por Honduras en el sentido que va hacia la Plaza Serrano, comienza a caer una tenue pero persistente llovizna, obligándolos a, en la escasa medida de lo posible, avanzar pegados a la pared, poniendo en los techitos de las casas la última esperanza de no mojarse. Finalmente, luego de algunos quince o veinte minutos de húmeda caminata, llegan al edificio indicado, suben, ordenan más cerveza, por suerte el delivery de bebidas es rápido, y las cervezas están frías, y entonces, instantes después, el timbre del departamento suena y se anuncia el repartidor de pizzas. El departamento es amplio, como, piensa H., han de serlo la mayoría de los departamentos de este barrio de Palermo Soho. Las amplias ventanas de la sala y el cuarto piso en el que están ubicados, regalan una clara vista, casi fotográfica, hacia las calles vecinas, hacia los edificios contiguos. Es en éstos últimos donde se pueden dilucidar sombras a través de las ventanas, luces que se filtran por las cortinas, movimientos y andares lejanos y mudos. Entre conversación y conversación, de pronto un chico argentino compañero de curso, como suele suceder, se anima a tomar una guitarra, y repentinamente, y esto le parece a H. más parte de un sueño que de una realidad, una compleja y alcoholizada y mal anudada realidad, se ven cantando, cual fogata en el bosque o en la playa, el famoso “Cielito lindo”. Cuando terminan de cantar, alguien, sin saber cuál de los argentinos, colombianos, mexicanos o venezolanos lo dice, levanta la voz y lanza la pregunta al aire, ¿No te sabes ninguna de Molotov?, dice. Entonces las cuerdas vuelven a vibrar, las voces se unen de vuelta, arrastrando las palabras, los ojos a medio cerrar. 2. Terminan en un sofá sucio y desgastado. El sol, cegador, tortuoso, entra sin permiso por las ventanas, como si al verlas abiertas se hubiera sentido invitado. En el departamento no quedan todos. Sólo unos tres chicos y cuatro chicas, de distintas nacionalidades, con distintos acentos. Cuando, minutos después, ya sin muchas energías, ya sin mucha vida, se despiden unos de los otros, H. le dice a un amigo, Qué raro se siente saber que ves a alguien por última vez. Su amigo sólo asiente. Luego de salir del edificio, H. camina hacia la avenida Santa Fe, para tomar el colectivo hacia su departamento. También es la última vez que ve esa avenida, ese colectivo, ese recorrido, pero no se entera hasta varios días después.

miércoles, diciembre 17, 2008

Llamadas

1. Un día, H. despierta de buen humor, y aunque a ciencia cierta no sabe por qué ha sucedido tan inusual cosa, se dedica a disfrutarla lo más que puede, así que luego de hacerse un café mientras tararea una canción de contagiosa melodía, se dispone a dar un paseo, vía control remoto, por los distintos canales de noticias que figuran en el televisor. Después de algunos tragos, el humeante café le brinda las suficientes luces como para recordar, al menos vagamente, que cuando aún dormía escuchó, muy lejos, más dormido que despierto, el insistente y repetitivo timbrar del teléfono. Indiferente, sin permitir que la inquietud o curiosidad que en todo caso pudieron hacer sombra en su mente logren reducirle el buen humor, continúa mirando la caja negra, cuando, repentinamente, mientras se enteraba de una noticia sobre el deceso de un actor argentino de teatro, el timbre del teléfono se hace notar estruendosamente, opacando al audio del televisor. H. posa la taza de café, todavía caliente, sobre la mesita que está al lado del sillón donde estaba sentado, para luego alcanzar el aparato y contestar con una voz todavía medio seca, medio ronca, medio torpe y adormilada. Es la mamá de su roomate. Se saludan, se dan los preliminares típicos de una llamada por teléfono. Luego de éstos, cuando, al menos en teoría, debiera aparecer la voz de ella preguntando por su hijo, cuando H. se preparaba para decir que éste no está, que éste salió y que no sabe a dónde, ella le dice a H. que acaba de hablar con su mamá, que lo está buscando, que hace un rato le telefoneó varias veces pero que nadie atendió, así que le dice que la llame, pues está esperando que H. se comunique con ella. Está bien, dice H. de lo más normal. No se te vaya a olvidar, dice ella, porque me dijo que le urge. Está bien, dice H., ahora mismo le llamo. H. se despide. Ella se despide. Ambos cuelgan. H. toma la tarjeta de llamadas de larga distancia y comienza a marcar un montón de números, uno tras otro, con una velocidad que abruma, con una destreza que asusta, tal como las casualidades y los giros y los reveses que da el mundo. Quien contesta en su casa es su prima, quien no vive ahí, quien por lo general nunca está ahí, mucho menos a las once de la mañana de un martes de diciembre. Todo es raro, piensa H., sosteniendo la tarjeta en una mano, el auricular en la otra y el aparato telefónico descansando en el regazo, y luego mira la taza de café, que cada segundo parece perder calor, dejando así de humear. Soy. H., dice, ¿cómo estás?, pregunta, dispuesto de nuevo a entablar los saludos y preliminares y gentilezas que dan inicio a una conversación telefónica. Hola, H., déjame te paso a tu mamá, dice su prima, brincándose todos los preliminares de un solo salto, y un salto bastante grande y presuroso, como si lo que viniera tuviera prisa de llegar. Así que mientras aguarda en la línea a que su mamá conteste, H. vuelve a mirar la taza de café, que ha dejado de humear por completo, y recuerda entonces los inviernos de su niñez, cuando, en días de frío, jugaba con sus amigos del barrio a exhalar aire y crear vapor en el vacío, fingiendo que estaban fumando. Es como si la taza hubiera dejado de exhalar, piensa. En esto contesta su mamá, quien luego de saludarlo le dice que le tiene una mala nueva. Anoche se puso mal tu abuelo, le dice, y entonces comienza la historia que H. no conoce, pero que, muy en el fondo, todos conocemos, puesto que todas las vidas son iguales, y las historias de las vidas también, y, en consecuencia, las historias de las muertes son también todas iguales. Palabras van, palabras vienen, las frases se cansan de ser repetidas hasta que terminan perdiendo todo sentido, toda utilidad. Fue todo tan rápido, fue todo tan de repente, no hay palabras, lo siento mucho, te acompaño en tu dolor, mi más sentido pésame, estoy para lo que necesites. 2. Después de colgar, H. piensa en que le faltaban sólo dos semanas para regresar a México, piensa en que un día antes había sido el cumpleaños de su mamá, piensa en la tristeza, en la lejanía, en las señales, en las casualidades y en los giros y en los reveses que da el mundo. Piensa también en que, antes de esta llamada, lo último que había platicado con su mamá acerca de su abuelo era que éste había preguntado por H., entonces H. imagina a su mamá explicándole a su abuelo qué tan lejos queda Argentina, qué tan lejos queda Buenos Aires, qué tan lejos queda el sur.

domingo, diciembre 07, 2008

Piezas De La Crisis

H. no siempre tiene los suficientes ánimos para escribir. En ocasiones, la debilidad de las piernas se le pasa al espíritu, aunque la mente luzca lúcida en historias, argumentos y situaciones, así que en esas tardes o noches de debilidad, aunque mayormente son noches o madrugadas, dado el tergiversado horario en que vive, toma el cojín del sillón y con un pretencioso y absurdo desdén lo lanza a la alfombra, para luego recostarse a buscar en la televisión algo que pueda llenar ese espacio que desde hace años tiene libre en el pecho. Cierto día descubre un método al parecer productivo. Cuando se le ocurre algo para escribir, pero no tiene ganas, ánimos, valor o huevos, se imagina la historia siendo él el personaje principal. Se sustrae de la realidad, se aleja de la situación, parándose en un lugar que no existe y que sin embargo le permite verse desde afuera, a sí mismo, recostado sobre ese pálido y desgastado cojín amarillo. Entonces la historia comienza. Se ve a él mismo, a su personaje, ponerse de pie y, sin mudar de vestimenta, salir a la calle y empezar a darle rienda, vida y cuerda a las extrañas maquinaciones de sus pensamientos. La mayoría, no siempre, pero sí la mayoría de las ocasiones resulta útil, pues, ya más entrado en la historia, más enamorado de las calles, del viento, del asfalto, de los coches lentos y las ambulancias veloces que pasan por las avenidas en que se imagina a sí mismo caminando, se pone de pie, toma la computadora, una laptop más o menos vieja pero fiel e implacable, para luego abrirla y, en cuestión de segundos, tener la hoja de word enfrente, en blanco, dispuesta y humilde, tan entregada como la más enamorada de las amantes, tan sumisa como el más noble de los perros, y aún así, con todo a su favor, duda una, duda dos, duda tres o cuatro o cinco veces y dilata la luz del relato oculto. Piensa en un café, piensa en una canción, piensa en un libro, piensa en una película, piensa en cualquier cosa que lo ponga en el humor en el que cree que es adecuado estar al momento de escribir, piensa en cualquier cosa menos en cerveza y marihuana, pues sabe que eso de poco sirve, y quien dice poco dice nada. Luego, surgida de la nada, brota la imagen del foco de la computadora, que, cuando está suspendida, parpadea con un ritmo suave, cadencioso, casi llegando a romántico, esperanzador. H. piensa que es como una señal, un signo, la alerta de hacerse saber que en cualquier momento puede sentarse a escribir sin necesidad de buscar un humor, una inspiración, un espacio en el tiempo y un espacio en la realidad, porque nada de eso conforma la literatura más allá de quien la profesa. Como si una fuerza mágica los dirigiera, los dedos van al teclado y H. comienza a escribir.