domingo, octubre 05, 2008

Terapia Para Disminuir La Culpa

Soy una mala persona, se dice H. a sí mismo, con la mirada sobre la cuenta pero con la mente en el remordimiento. Treinta pesos es demasiado para dos cafés y tres mediaslunas, pero eso ni lo nota, pues desde hace una hora que entró en este local de la calle Pasteur, no ha podido dejar de darle vueltas al mismo tema. Sobre todo porque justo al sentarse frente a la ventana que da a la calle vio pasar un colectivo, y en el colectivo viajaba la mujer, y la mujer estaba a punto de depositar las monedas en la máquina, y entonces H. pudo adivinar, sin que todavía tomaran forma, las muecas de sorpresa, perplejidad y lamentación que ocuparían el rostro de ella, luego de que se percatase de lo que había sucedido. Entonces H. piensa que pudo haber sido más sencillo de lo que en verdad parece. Se asegura que era cuestión de hacer un ademán con la mano, señalar con el dedo hacia el detalle olvidado, al final, la señora tendría que ver a H., pues caminaban frente a frente, en sentido contrario, sobre Pasteur, H. dirigiéndose a ese café al que siempre va entre clase y clase, la mujer, la mujer quién sabe, piensa H., aunque al recordar su rostro, su caminar, sus gestos, asegura que tenía cara de que iba al trabajo o al médico o a un bar a beber, que son todas maneras de ir al mismo lado, o sea a la locura. Sin saber bien por qué, H. no hizo nada. Quizá, arguye, porque la señora venía hablando por teléfono, porque venía concentrada en su llamada, porque parecía caminar despreocupada, pero, en el fondo, H. sabe que no lo hizo por temor, por ese miedo a ser confundido con el ladrón que, aprovechando la distracción de la gente y los tumultos de las avenidas, comete fechorías sin recibir nunca castigo alguno, y es que con frecuencia sucede que la gente vive tras trincheras, caminan por la calle y se les acerca alguien a preguntar una dirección o la hora y, paranoicas, las personas retroceden, guardan la distancia o, en el peor de los casos, miran hacia otro lado, fingen sordera, cambian de rumbo. La gente le teme a la gente, y H., en su afán de no aparentar ser una mala persona, ahora se convierte, irónicamente, en una de ellas, pues bien pudo avisarle a la mujer que la prenda que colgaba de su hombro ahora yace en el suelo de la acera, cuatro o cinco o seis metros atrás, cada vez más metros conforme la mujer sigue avanzando, sin ser molestada ni sobresaltada por H. que, indeciso, cobarde, pasa de largo ante la mujer, pasa de largo ante la prenda, que, informe, no se sabe si es un sweater o una sudadera o un abrigo, aunque a simple vista parece más un sweater que una sudadera o un abrigo. Así, H. entra al café de siempre, pide lo de siempre y le cobran un poco más que lo de siempre, pero al final, para tratar de borrar la culpa que le camina sobre la conciencia, deja de propina más del diez por ciento reglamentario. El efecto es sosegador, y aunque desconoce cuánto durará, H. sabe ahora que la tranquilidad cuesta más o menos cinco pesos argentinos.