viernes, septiembre 26, 2008
Extravíos
Pasa que la zona norte de Buenos Aires no queda precisamente en esa dirección, sino que, si se escruta un mapa y se buscan las referencias de los puntos cardinales, se advierte que a lo que se le llama Zona Norte queda, paradójicamente, en el oeste, como si la figura de la provincia de Gran Buenos Aires hubiera sufrido, en determinado momento del pasado, una rotación de noventa grados en el sentido de las manecillas del reloj. Así, a lo que acá se le llama Zona Este queda hacia el sur, la Zona Sur en el oeste y la Zona Oeste al norte.
Todo esto va pensando H. mientras camina sobre la calle Aráoz luego de terminar la primer clase de un curso de narrativa al que se ha inscrito. Son cerca de las once treinta de la noche y debido a la precaria luz mercurial y a los robustos árboles de la vereda, la calle luce en sombras, casi desierta, casi en un tono fantasmal.
Luego de que su mente deja atrás los nortes y los oestes, H. se pregunta por qué en la primer clase de un taller de narrativa se la pasan leyendo poemas. Entonces, tras rebuscar un tanto y sin tener nada o mucho que ver, se da cuenta de que no sabe nada de poesía, que nunca leyó a los consagrados de la poesía y, quizá para justificarse, se dice para sus adentros que se debe a que simplemente no le gusta, aunque, más allá de gustarle o no, tal vez lo que sucede es que no la entiende, aunque esta última posibilidad no se le cruza por la cabeza.
Soportando el gélido viento que le golpea el rostro, H. camina cerca de seis cuadras, faltándole otras seis para llegar a la avenida Santa Fe, donde, para ir a su casa, tendrá que esperar un colectivo de la línea 152 o de la línea 64 o de la línea 29, el primero que pase, el que menos tarde.
Al cruzar la calle Soler, se da cuenta que la acera donde camina o, más bien, la calle donde camina, cada vez se vuelve más oscura, atenuando las sombras y los contrastes, acentuando esa aura fantasmagórica que tienen a esta hora las calles de esta ciudad, como si en vez de acercarse a la luz de una avenida más concurrida, se alejara, perdiendo el escaso reflejo e iluminación que de ésta recibe.
El caso es que H. avanza rápido a pesar de ser una persona que gusta de caminar despacio, lo que generalmente hace para ir observando los alrededores, los detalles, y, más importante aún, poner suficiente atención en donde pisa, asunto por más relevante en una ciudad como Buenos Aires, donde las aceras están todas embadurnadas de cagada de perro.
En cierto momento, H. nota que, a pesar de lo desolado del barrio, no es el único que deambula por ahí a esas horas, pues en la banqueta de enfrente, en el mismo sentido que él, camina una chica que, con la mirada descendente, pareciera también preocuparse por las mierdas de perro. Aparentemente, la joven no tiene prisa, no tiene ni prisa ni frío, pues avanza a paso lento y viste solamente una ligera sudadera color negro, aunque, a la débil iluminación de la calle, bien pudiera ser de cualquier otro color con tonalidad oscura.
Debido a que el paso de H. es un poco más presuroso, éste no tarda en rebasarla, y cuando lo hace, sin saber exactamente por qué motivo, quizá sólo por curiosidad, quizá sólo por costumbre, aprovecha el ángulo que le favorece y voltea a verla. La chica también voltea y entonces cruzan miradas por unas décimas de segundo, miradas que en todo caso no se reconocen y, por ende, quedan en sólo eso, sin convertirse en nada más, ni siquiera en una sonrisa o un guiño de ojo, mucho menos en un ademán de saludo.
H. sigue caminando. H. continúa pensando en rarezas que brincan de pronto en su cabeza. Horas antes, cuando se dirigía al curso, abordó uno de esos colectivos que en la parte de adelante tienen pequeñas pantallas donde, afán de entretener al pasajero, afán de lucrar con la mercadotecnia, dan información que va desde noticias y pronóstico del tiempo, hasta datos curiosos y sinopsis de películas, siempre intermediadas por anuncios comerciales. En una de esas pantallas, H. lee un chiste que en ese momento le causa demasiada gracia, aunque ahora no consigue recordarlo por completo.
En eso está ocupada la mente de H. cuando, repentinamente, se siente rebasado por la misma chica que caminaba del otro lado de la calle, aunque ahora avanza en la misma acera que él, para, con un andar imprevistamente más presuroso, dejarlo atrás. H. dilucida que la sudadera de ella es de un color violeta oscuro, un buen color que combina con su cabello, un cabello largo y lacio y oscuro que oscila a cada paso que ella da.
Al llegar a la siguiente esquina, la chica se detiene antes de cruzar la calle y, con semblante manifiestamente dubitativo, mira hacia ambos lados, como si no supiera exactamente a dónde dirigirse, como si tuviera un serio conflicto con ese norte que se hace llamar oeste o con ese oeste, ese este, ese sur, que, cual reflejo de las personas, aspiran a ser algo que no son.
Cuando H., disponiéndose a atravesar la calle, pasa a su lado, ella le pregunta por la avenida Scalabrini Ortiz, a la cual para llegar, desde el punto en donde ambos se encuentran, sólo se tiene que doblar a la izquierda y caminar una cuadra. H. se lo dice. La chica, que para sorpresa o decepción o extrañeza de H., tiene acento español, parece entender, aunque vuelve a hacer otra pregunta, ahora inquiriendo por la avenida Santa Fe. H. le dice que, andando en la dirección en la que venía, se la encontrará perpendicularmente a su camino en cuestión de dos o tres cuadras. La joven asiente, aunque parece no estar del todo segura acerca de qué rumbo tomar.
H. la mira, esperando algo, aunque sin saber exactamente qué, una reacción, como puede ser un agradecimiento, una despedida, una pregunta más, algo. La chica hace minúsculos y vertiginosos malabares con una cajetilla de marlboro que tiene en sus manos. El silencio entre ambos es tan lóbrego como el de la misma calle por la que avanzaban, como si, después de recorrer tantas cuadras en silencio, hubieran perdido el dote del habla. O peor aún, como si luego de andar por una calle silenciosa, se hubieran mimetizado y absorbido esas mismas cualidades insonoras. Y ahí están ambos unos segundos más. En un cruce de calles mudas dos extranjeros más mudos aún.
La joven, al final, agradece la información y dobla hacia la izquierda, en dirección a Scalabrini Ortiz. H., un tanto confundido, un tanto atribulado, un tanto arrepentido, continúa su camino hacia la avenida Santa Fe.
Unas cuadras después, más al norte, más al oeste, H. sigue sin poder recordar el chiste que había leído, pero, justo en el momento en que extiende el brazo en el aire para que el colectivo se detenga, recuerda uno que le parece todavía mejor. ¿Qué le dijo el timbre al dedo? Si me tocas, grito.