jueves, junio 12, 2008

Delivery

Es el último jueves de otoño, un otoño frío y lleno de extraños vientos, de malos vientos que corren y se estrellan contra los vidrios de un edificio de la avenida Corrientes. H. está sentado frente al computador de su trabajo con el auricular del teléfono en el oído, mientras el dedo índice de su mano se encarga de presionar, en el teclado del teléfono, los botones que conforman un número telefónico. Entonces alguien atiende, una voz apurada, cansada o triste, la voz de una mujer que H. no conoce y que quizá nunca va a conocer. La mujer le pregunta a H. el pedido, y éste responde que se trata de unas empanadas, unas cuántas de jamón y queso, unas cuántas de carne, dice H., cuando en realidad el relleno y la cantidad es lo que menos le importa. A decir verdad, tampoco le importaría si en lugar de empanadas le enviaran una hamburguesa, una pizza o una ensalada. Escuchamos decir a H. que pagará con importe exacto y después, con una inflexión ahogada en pesadumbre, susurra la dirección de la oficina, para después colgar y seguir en lo suyo, que es trabajar, aunque también puede que finja hacerlo. Luego de unos minutos, al escuchar que alguien toca la puerta, H. se pone de pie y se dirige a recibir el pedido. Quien lo entrega es un tipo alto, rubio, con los brazos llenos de tatuajes y con un rostro que, piensa H., bien podría ser el típico rostro del típico argentino típico. Luego de hacerse efectiva la entrega, H. paga y se despide del repartidor, para después tomar la bolsa que contiene las empanadas y posarla sobre el escritorio sin cuidado alguno, incluso con un gesto que mezcla indiferencia, derrota y rencor. Sentado en la silla, con la vista perdida en un viejo monitor, H. toma de nuevo el teléfono, marca el mismo número que marcó antes y, como si repentinamente se hubiera vuelto alérgico a las empanadas que pidió, ordena unos ravioles con estofado. El diálogo entre H. y la voz desconocida no es tan disímil del que se dio minutos antes, pues la mujer pregunta la dirección y H. se la dicta, la mujer pregunta si el pago será con la cantidad exacta y H. afirma que sí, entonces ambas partes acuerdan despedirse, cuelgan y H. queda de nuevo en el vacío de la espera, en el limbo de los minutos que discurren con la parsimonia y con el inexacto, casi invisible, avance de un incienso que se consume lentamente. Ahora H. se irgue de su lugar de trabajo y, acercándose a la ventana que da a una concurrida avenida del comercial y tumultuoso barrio de Once, comienza a armarse de calma mientras observa desde las alturas de un sexto piso a los colectivos que van y vienen, los motociclistas, los vendedores callejeros, los autos sucios y grises, los peatones, que no son más que gente que camina perdida por la calle de la misma manera en que avanza perdida por la vida. H. percibe una postal citadina, una postal sureña que, a sabiendas de que será retratada, se emperifolla con una sordidez, con una insignificancia, con un mutismo tan propios del tercer mundo. El múltiple golpear a la puerta extrae a H. de estas vaguedades mentales, así que se dirige a recibir el pedido de los ravioles. Al abrir la puerta advierte que ahora quien realiza el envío, a diferencia de la ocasión anterior, es un señor ya entrado en edad, moreno, cabello entrecano y estatura más bien baja. Al verlo bien, H. piensa que puede no ser originario de Argentina, sino más bien boliviano, aunque su acento, cuando lo escucha hablar, se acerca más al habla de los peruanos. La transacción de monedas y del encargo se realiza con agilidad, no así el consumo de éste último, pues, al retirarse el repartidor, H. se acerca de nuevo a su escritorio, posa la bolsa con el platillo al lado de la bolsa que contiene las empanadas y se vuelve a sentar, inquieto, pensativo, en una silla que no para de temblar debido al sismo interno que aqueja a H. Un poco hastiado de la situación, toma de nuevo el teléfono, marca el número ya marcado, le atiende la voz ya escuchada, solicita el envío de un choripán con papas fritas, y, no importándole que sea la tercera orden en menos de una hora, H. dicta de nuevo la dirección, explica que el pago será con el importe exacto y cuelga el teléfono, para después levantarse a mirar por la ventana mientras espera lleno de ansia. Cerca de diez minutos después, el sonido de la puerta siendo golpeada llega a oídos de H., quien, inquieto, excitado, se apura a abrir. Una chica saluda a H. y le entrega la orden. H. la mira, la estudia, ahonda en sus rasgos, en sus facciones, teme entrar por sus ojos y no poder salir jamás. Ella no es Natalie Portman, no es Penélope Cruz, no es Scarlett Johannson, es sólo un cuerpo imperfecto que entrega una solicitud que ya no importa. H. paga con la cantidad exacta, se dan las gracias mutuas y se despiden. Satisfecho, H. desenvuelve el pedido y está a punto de comer, pero se da cuenta que el hambre ha pasado, ese inmenso hueco que le consumía el estómago ha dejado de estar ahí para pasarse a otra región de su anatomía, una quizá más profunda, una quizá más frágil aún. Entonces H., carente de apetito, toma el último paquete más los dos anteriores y los guarda en un pequeño frigorífico, donde hay otras seis bolsas idénticas. H. intenta ponerse a trabajar pero sabe que es inútil intentarlo, además de que no puede trabajar con el estómago vacío, a pesar de la falta de apetito. Entonces se acerca a la ventana a esperar a que el hambre apremie de nuevo, y, varias horas después, cuando esto sucede, H. toma el teléfono y marca el número ya conocido.