sábado, marzo 29, 2008
Cincuenta Dìas
El 20 de febrero de 2008, Heliasàr (en adelante, H.), deja su casa, familia, trabajo, amigos, país, y toma un avión de LAN Chile para cumplir un antiguo sueño, el de estudiar publicidad en Buenos Aires, Argentina. Mínima es la excusa de querer perfeccionar su pensamiento creativo, pues, además de eso, lo que H. en realidad quiere, de una u otra forma, aunque esto casi no lo hace público a nadie, es conocer nueva gente, conocer otro mundo, y, más que nada, retomar la costumbre de escribir, noble hábito que, desde tiempo atrás, tiene algo extraviado. El jueves 21 de febrero, a eso de las nueve de la mañana según el reloj de Chile, H. aterriza en el aeropuerto de Santiago para, antes de llegar al país de los gauchos, pasar una semana de vacaciones en la capital chilena. Luego de seis días, Santiago de Chile es para H. un hostal en la comuna de Providencia, es unas cervezas frías y oscuras en el Budapest, un cerro Santa Lucía, uno San Cristóbal, un Museo de Bellas Artes, una Plaza de Armas, es unas caminatas intensas, perdidas, eternas, por el centro de la soleada ciudad, pero, piensa ahora H., a bordo del vuelo 641 de LAN Chile, que lo llevará a Buenos Aires, que Santiago ha sido mucho más de lo que todas las palabras que caben en su mochila de viajero pueden explicar y construir, por más poéticas y bellas y hermosas que puedan sonar. Finalmente, el 27 de febrero, H. aterriza en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, en la provincia de Buenos Aires, para, ahora sí, instalarse en Capital Federal, estudiar y, quién sabe, quizá también trabajar, nadie sabe qué destinos se traigan entre manos estos horizontes porteños. El caso es que los primeros días resultan, tanto para H. como para A., su compañero de viaje, nefastos, con poca comida, pocas horas de sueño, poca higiene, poca comodidad, inconvenientes que, al paso de las semanas, se van atenuando. Después de que H. ha dejado Monterrey, tienen que pasar 50 días, un hostal en La Boca, hartos choripanes, abundantes panchos, ingentes rebanadas de pizza, miles de pasos extraviados y esquivos por las sucias calles de Buenos Aires, calles que, bien cabe resaltar, están todas llenas de cagada de perro, para que H., quien lucía sumido en una dejadez y en un viaje subterráneo que ni él entendía, abra los ojos y vuelva a escribir. Ahora que lo hace, recuerda las palabras de una gran amiga, L., quien una vez le dijo que observara bien y no olvidara los detalles, aunque también piensa en T., un gran amigo, quien una vez le obsequió unos imanes que decían Observe and write, y también, ya divagando, recuerda a B., quien una vez modificó el orden de estos imanes, para que rezaran Write And Observe. Minutos después de estar vaciando la mente en la hoja de Word, H. se detiene, H. observa, H. piensa, Estoy escribiendo de nuevo, aunque ni él sabe por cuánto tiempo.