sábado, noviembre 22, 2008

Alguien Quiere Ser Yo

Entonces H., luego de cerrar con llave el departamento, entra al elevador y baja al primer piso, llama a la puerta del encargado del edificio y le entrega una maleta con su ropa, pues es la esposa del portero quien se encarga de lavar la ropa de algunos de los inquilinos. Debido a que la maleta tiene menos cantidad de prendas que la que usualmente tiene, H. acuerda un precio también menor al que usualmente paga, y, como consecuencia de que también la fecha de entrega se anticipe, el portero le dice que se la devolverá bien la tenga lista. H. le da las gracias, y luego de despedirse, sale del inmueble y camina unas cuantas cuadras, dirigiéndose a un cibercafé que está en la calle Perú, con la intención de informarse acerca de las entradas para el concierto de Bloc Party, próximo a llevarse a cabo. Así que H. entra al cibercafé, un cibercafé enrarecido, hediondo, amarillento, le asignan una máquina y, mientras el messenger procesa el inicio de sesión, teclea la dirección de la página donde habrá de ver los precios de los boletos, para posteriormente revisar su e-mail, esperando que, como es costumbre, sólo muestre en la bandeja de entrada algunos correos sin importancia, uno que otro spam, uno que otro de agendas culturales a las que H. se inscribió hace mucho pero a las cuales nunca va. No obstante, al desplegarse la bandeja de entrada, H. repara en que ha recibido un mail de YouTube. El asunto del correo es “Su contraseña de YouTube”. Presa de la curiosidad, decide abrir el mail y, mientras lo va leyendo, una mueca de extrañeza se le va trazando en el rostro. Datos más, datos menos, el correo informa que un restablecimiento de la contraseña para el usuario “Heliasàr” fue solicitado desde la página principal de YouTube, por lo que el e-mail que está leyendo fue enviado para que, dando clic en un vínculo que ahí aparece, se tenga acceso al formulario donde se confirmarán ciertos datos y se reestablecerá la clave del usuario. H. está del todo seguro de que nunca solicitó ningún restablecimiento de contraseña. Incluso, piensa para sí mismo, no ha accedido a su cuenta de ésta página desde hace varias semanas atrás. Es H., recordémoslo bien, una persona con miedos, un tanto insegura, un tanto paranoica, así que, víctima de una inquieta angustia que le va creciendo en el estómago, luego en el pecho y finalmente ocupándole la zona de la garganta, comienza a pensar en las posibilidades de que, en primer lugar, exista alguien a quien le interese poseer los datos de acceso a su cuenta, para después preguntarse, sin obtener respuesta, los ignotos motivos que llevarían a alguna persona a tratar de obtener acceso a la información de otra. Así, los pensamientos se van sucediendo uno tras otro, en un cada vez más funesto, trágico y patético desfile, hasta que H. termina imaginándose siendo suplantado por otra persona en esa realidad virtual que a nosotros los contemporáneos tanto nos importa y preocupa. Qué sería de mí, se pregunta H., si alguien fingiera ser yo, y peor aún, si efectivamente consiguiera hacerse pasar por mí. Todo esto lo va pensando mientras ingresa a sus distintas cuentas de correo, blogs y suscripciones a páginas web, para cambiar todas sus anteriores contraseñas y sustituirlas con una nueva que se inventa en ese mismo momento, de manera que los treinta o cuarenta minutos que está en el cibercafé los invierte en tal tarea, que, por demás estúpida, termina acogiéndolo con cierta calma, con cierto desconocido sosiego. Después, ya cuando H. camina de vuelta a casa, intentando infructuosamente pensar en asuntos menos tétricos, resuelve, asegurándose que es sólo por las dudas, llamar a casa, a su verdadera casa, en Monterrey, para pedir que alguien de su familia se comunique con el banco y, sólo por las dudas, nerviosas palabras de H., le haga el favor de cambiar el NIP tanto de la tarjeta de crédito como de la de débito. La paz, la tranquilidad, comienzan a invadirle de a poco a partir del momento en que cuelga el teléfono, luego de haber hablado con un miembro de su familia. Ya la solicitud hecha, ya el problema prácticamente solucionado, H., un poco más calmo, pasa la tarde mirando por la ventana el soleado día que hace en Buenos Aires, un día como para sacar a pasear al perro o como para llevar el auto al mecánico o como para colgar ropa en el tendal. Así, durante un largo rato, H. va confundiendo opciones hasta que cae dormido en el sillón donde estaba sentado. Despierta horas después, con la boca seca y un dolor en la espalda, por lo que, luego de beber un vaso de agua helada, se dirige a su cuarto y se recuesta en la cama. Al menos, piensa, ya nadie quiere ser yo, o más bien, ya nadie puede ser yo, aunque tenga todas las ganas de serlo, en el caso, obviamente, de que exista alguien que tenga ganas de serlo. A pesar de la sed y el dolor, la cálida paz del sueño todavía le recorre la cabeza. El clima, el aire, la atmósfera, la pieza, son perfectas. Conjuntamente van tejiendo un tranquilizador y terso ambiente que, si de H. dependiera, se extendería por el resto de la tarde, de la semana, de la vida. Repentina y abruptamente, se escuchan unos golpes en la puerta, alguien está tocando y H. se sobresalta, el miedo, la inquietud, renacen a partir de las cenizas de aquella tersa calma que tan lejana parece ahora, por lo que H. se irgue, se sienta en la cama, mientras, atento, con la mirada flotando en la nada, escucha que los toquidos se repiten. Aun así, no hace por ir a abrir ni averiguar quién es, pues se encuentra paralizado. Así hasta que los golpes cesan y se percibe el lejano sonido del elevador descendiendo.