lunes, noviembre 24, 2008

Cuestión De Suerte

Tanta suerte no tengo, es lo que piensa mientras alterna la vista entre el semáforo de peatones encendido en rojo y los coches que avanzan por la 9 de Julio. Por más que había apurado el paso, durante cuatro cruces seguidos terminó esperando el verde con la chica que está a su izquierda. De pronto voltea y la mira, de pronto mira el semáforo, aún en rojo, de pronto mira los coches, veloces, cruzar ante él, ante ellos. Es pleno mediodía y pareciera que debido a la posición del sol, justo encima de la ciudad, los rayos descienden en caída libre y violenta sobre las personas que caminan exactamente al lado del Obelisco. Entonces el semáforo cambia. H. no avanza, mira a la chica y la deja adelantarse, resultaría por demás incómodo compartir un quinto semáforo al hilo. Unos pasos después de ella, H. cruza la avenida más ancha del mundo. Ella sigue por Corrientes, rumbo al oriente. H. toma la Diagonal Norte para acortar camino hacia la Plaza de Mayo, donde podría tomarse el 64 o el 86, cualquiera de los dos colectivos cruzan frente al edificio donde vive. Sin embargo, luego de avanzar dos cuadras, siente la carga de una mano en su hombro izquierdo. H. se detiene y voltea. La desilusión, el desencuentro, no es pequeño. Una moneda, amigo, le dice un joven delgado, alto, de rostro largo y sucio. No tengo nada, se excusa H., quien, por la sorpresa, por lo inesperado, ha detenido el paso y ha quedado dando la espalda a las amplias y grises cortinas metálicas de los negocios que, por ser sábado, permanecen cerrados. Y dale, si ahí tenés, le dice el tipo, con ese acento callejero que parece nacer de la combinación de la mandíbula laxa y las palabras flojas. No tengo monedas, repite H., tratando de vencer la insistencia del tipo, y, quizá por inseguridad, quizá por nerviosismo, quizá por tratar de evidenciar que dice la verdad, aunque lo más seguro es que no sepa por qué, H. se mete las manos a los bolsillos del pantalón, y dice, ahora notoriamente nervioso, De verdad, te digo que no tengo nada. El gesto es claro, la debilidad de la víctima es evidente, se nota, lo nota. Dale, boludo, sacá lo tengas o te pego un tiro. Entonces un violento vacío en forma de remolino nace en el pecho de H., la boca gana aridez, las palabras tardan en salir. No, pero no tengo nada, sólo alcanza a decir H., al tiempo que, al intentar seguir caminando, el tipo de la moneda hace ademán de seguirlo, de acorralarlo ante los negocios y kioscos y shoppings que con las cortinas simulando párpados, parecieran no querer presenciar el patético y lastimoso asalto. Dale, no te hagas el pelotudo, sacá lo que tenés. Te digo que no tengo nada. Entonces H., víctima del temor, aprovecha que el tipo desvía la mirada para asegurarse de que nadie se acerque por la acera y, sin pensarlo dos veces, corre y se baja de la banqueta, para luego, agitado, sin tomarse la precaución de mirar a ambos lados antes de cruzar la Diagonal Norte, llegar al otro lado de la calle, donde cerciorándose de que el tipo de mandíbula laxa y palabras flojas no lo siga, caminar de vuelta a la 9 de Julio y abordar un taxi, sin que le importe que le saldrá veinte veces más caro que el 64 o el 86. Ya a bordo del taxi, mirando por la ventana las cortinas metálicas de los negocios, H. piensa, sin saber muy bien cómo llegó a esas divagaciones, en los pensamientos que se le cruzaron en la mente cuando él, corriendo, pavoroso, cruzaba la calle. Y esos pensamientos no eran otra cosa que las palabras que le había dicho el tipo de la moneda. Y piensa en lo que pensaba. Y lo recuerda. Tanta suerte no tengo, pensaba H. mientras alcanzaba el otro lado de la calle Diagonal Norte.