lunes, agosto 04, 2008
Trayecto De San Telmo A Olivos
Resulta que a eso de la una de la mañana, esa hora en que la actividad de la urbe parece terminar pero es cuando en realidad comienza, H. y un amigo toman, frente a la Facultad de Ingeniería de la UBA, un colectivo de la línea 152, para ir, desde el barrio donde viven, hasta Olivos, barrio de la provincia de Buenos Aires, donde se encuentra un antro hacia donde se dirigen en esta ya madrugada de domingo. H. aborda primero, y luego de depositar las monedas en la máquina de cobro, se percata que el bus está prácticamente lleno, habiendo solamente cuatro asientos disponibles, dos en filas separadas, a mitad del colectivo, y otros dos en la última fila, al fondo de éste. H., por obviedad, debido a su condición de acompañado, elige esta última opción y se encamina al final del pasillo, pasando al lado de personas que en su mayoría son jóvenes, y que, piensa H., tienen quizá destinos similares al de él, si no es que el mismo. H. toma aquel asiento que está junto a la ventanilla. Una vez sentado, espera a que su amigo se acomode en el que está libre junto a él, pero, por alguna extraña razón, éste elige uno de los asientos que se encuentran a medio pasillo. Así viajan algunos minutos, H. en la esquina de la última fila, con un asiento vacío al lado suyo, y su compañero en un asiento que da al pasillo, sentado junto a un hombre de mediana edad que va bebiendo, con aspecto lóbrego y desierto, una botella grande de cerveza. Luego de dos o tres paradas, el colectivo se vacía un poco, gente desciende, gente sube, aunque es más la que desciende que la que sube, así que la fila de atrás queda libre, a excepción del asiento que ocupa H. Al advertir esto, su compañero, ahora sí, se muda de lugar y se sienta no al lado de H., sino a dos asientos, dejando entre los dos un espacio libre. H., presa de una curiosidad y una extrañeza tan violentas como intolerables, inquiere a su amigo acerca de su inopinada conducta. Éste, con una mezcla de timidez e indecisión, arguye que tiene una fijación o manía que le impide, incluso contra su voluntad, sentarse entre dos personas, quedando a manera de sándwich, por decirlo de vulgar forma. A partir de ahí, y teniendo un viaje que les espera más de una hora, se sueltan a hablar de las fijaciones, manías, paranoias y locuras de la gente. H. revela que tiene una amiga que no puede sentarse a comer en una mesa que esté incompleta, a la que le falten sillas, y explica, para hacerlo más entendible, que si el comedor está diseñado para ocho espacios, ocho sillas son las que tienen que estar acomodadas, ocupadas o no, pero tienen que estar ahí, listas para usarse, de manera que cuando, en cierta ocasión que fueron a un restaurante y la mesa, creada para cuatro personas, tenía sólo tres sillas, H. tuvo que robarse una de la mesa vecina para calmar la en todo caso ansiedad o inquietud que a su amiga le embargaba. Esta chica es, extrañamente, amiga en común de ambos, aunque esto H. no lo menciona, sino que deja el dato de lado y construye la anécdota como si se tratara de una persona a quien sólo él conoce, quizá por guardar el secreto, quizá por amistad, quizá por egoísmo, no lo sabe bien, quizá nunca lo sepa. Cuando el colectivo toma la avenida Santa Fe, a altura de Palermo, el amigo de H. le pregunta a éste que si tiene alguna fijación en especial. H. comienza a pensar, y responde que tiene cierta manía con los números. Expresa que desde que es capaz de recordar, su vida se ha regido por un incomprensible dominio por los números. H. cuenta que todos los números que elija para cualquier fin, tienen que haber tenido, en algún momento de su vida, un valor significativo, un lugar importante. Por ejemplo, en primaria y secundaria, el número de lista que en diversas ocasiones le tocó a H. era el 23, y cuando jugaba fútbol en el barrio, el número que portó en la camiseta de varios equipos fue el 19. La preferencia casi maníaca por estos números, expresa H., y también por otros, se evidencia claramente en tareas que van desde lo más complejo hasta lo más banal. H. cita el ínfimo ejemplo de establecer el volumen de la televisión, y explica que los niveles del volumen del que tiene en su departamento van del uno al cien, así que cuando establece el nivel de sonido, por lo general selecciona el número 19, y si en ese nivel el sonido es aún bajo, sube inmediatamente al 23, sin siquiera percatarse de los otros niveles intermedios. Ahora que si incluso ahí se sigue escuchando muy bajo, H. elige subirlo al 29, que es algo así como una rara combinación entre el 23 y el 19. Así como este ejemplo, declara H., hay muchos más números y muchas más situaciones en las que se refleja una clara y extraña fijación en la que quizá antes no había reparado, como cuando fija la hora en el reloj-despertador y, para despertarse a eso de las nueve de la mañana, pone la alarma o a las nueve con tres o a las ocho cincuenta y nueve. A estas alturas de la charla, y las confesiones y las ridiculeces y las penas, H. y su compañero tienen que bajar del colectivo y caminar unas cuantas cuadras hacia el antro a donde van. Varias horas y múltiples cervezas después, aproximadamente a las seis de la mañana, ya de vuelta en el departamento, H. enciende la computadora, inicia sesión en el messenger y, aún afectado por la plática del viaje, que no ha dejado de lacerarlo durante toda la noche, comienza a preguntarle a los escasos contactos que a esa hora están en línea por sus fijaciones y manías. Unos ni siquiera saben qué es una fijación, pero a H., le da una inmensa pereza explicarles.
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