viernes, mayo 23, 2008
Historias De Ascensor
Es un domingo de mayo y H. y A. duermen hasta pasado el mediodía. Durante toda la tarde no hacen más que tratar de olvidar el paso del tiempo con charlas vagas y cojas acerca de temas vacíos y banales, fútbol, música, cine, hobbies o gustos o pasiones en las que nada tienen que ver las preferencias del uno con las del otro, por lo que acaban siempre discrepando, y, en el peor de los casos, discutiendo con exagerados gestos y ademanes, lo que sucede en la mayoría de las veces, no siempre, pero sí en la mayor parte de las ocasiones. Después de varios contrastes de opiniones, terminan viendo películas americanas sin sentido, luego de las cuales, cerca de las 2 o 3 de la mañana, un agobiante aburrimiento termina por domarlos y deciden salir de su departamento para perderse por las calles de la ciudad, para disfrazarse, para mimetizarse o para camuflarse en la obscena escenografía urbana. Es así como empiezan caminando en el barrio de San Telmo y terminan dando vueltas en una plaza de Congreso, una plaza amarillenta, con carruseles y columpios y subibajas que pierden existencia a esa hora. Luego de pasar más de cuarenta minutos gastando los tenis y saliva en pláticas que no concluyen en otra cosa que no sea un contrastante disentir de ideas, deciden regresar a casa. Cuando entran al edificio donde viven, ambos ascensores están libres, así que cada uno, tanto H. como A., aborda uno distinto. Debido a la contigüidad de los elevadores, H. escucha con perfección la voz de A., y viceversa, así que A. cuenta, lenta y rítmicamente, del uno al tres, para posteriormente presionar el botón del piso al que van, pero H., por el trastorno del sueño, por el cansancio de la caminata, o quién sabe por qué, aunque lo más posible es que sea por el trastorno del sueño, presiona el botón de la planta baja, así que el ascensor está unos segundos sin moverse. Cuando H. se da cuenta y presiona el botón correcto, ya es demasiado tarde, el elevador de A. ya le lleva unos metros de ventaja. H. llega al cuarto piso, abre las puertas del ascensor, y cuando sale, A. le espera con una sonrisa sardónica y comienza a burlarse de él, pero H. no sonríe ni contesta palabra alguna. Entonces la puerta del departamento es abierta y ambos entran.
lunes, mayo 05, 2008
Vivir Para Escribirlo
H. está en su departamento y decide salir a caminar. Como casi todos sus paseos, este también comienza tarde, pues son las nueve de la noche y H. recién ha iniciado en Paseo Colón un recorrido de incierto destino, quizá hacia Retiro, para después ir a conocer, por vez primera en los más de sesenta días que lleva en Buenos Aires, el barrio de Recoleta. Con un aire de ligereza y dejadez, H. avanza paso a paso mientras va cantando antiguas canciones de su época como universitario, casi todas ellas de bandas inglesas, que se le antojan, no sabe bien por qué, en esta noche templada y airosa. Al llegar a la rotonda donde esta avenida se convierte en Leandro N. Alem, justo frente a la Casa de Gobierno, H. resuelve cruzar la amplia arteria para ir por detrás de la Casa Rosada y rodear menos, caminar menos, administrar sus energías, pues la caminata cantante pinta para ser extensa. H. canta, H. cruza exactamente sobre el paso para peatones, que más que una serie de líneas blancas le parecen la entrada de una jaula subterránea. Absorto en la suave y tibia musicalidad que le envuelve la mente, no voltea a ver si algún auto se aproxima, entonces escucha, más cerca de su oído izquierdo que del derecho, la aguda estridencia de un claxon, así que la música para, H. se detiene justo al pisar la primer línea blanca, y un auto compacto color gris pasa a poco más de un metro de H., a, fácil, más de sesenta kilómetros por hora. H. queda paralizado por unos segundos, retrocede y la descuidada acera lo vuelve a recibir, permitiéndole recobrar aire, conciencia, ánimos, mientras que la luz de peatón se activa. Cuando ésta se enciende, H., frío y transparente, cruza la avenida, que ahora le parece inmensa, insondable, imposible de andar. Cuando llega al otro lado, continúa su recorrido rumbo al norte de la ciudad y comienza ahora a pensar en la fragilidad, en la crisis, en la inconciencia, y cuando deja de pensar en esto, todavía sigue caminando, pero durante el resto de la noche H. no vuelve a cantar.
viernes, mayo 02, 2008
Larga Distancia
Sucede que H. y A., su compañero de viaje, miran la televisión cuando el primero recibe una llamada de su madre, quien está en la ciudad de Monterrey. El teléfono llega a timbrar cuatro veces, H. levanta, ¿Hola?, dice H., ¿H.?, ¿cómo estás, hijo?, pregunta su madre, a lo cual H. responde que bien, que normal, que acá todo tranquilo, que acá no pasa nada, y cosas así, mentiras piadosas del mismo estilo que las mentiras que se aprenden de los libros blancos de la vida, entonces la conversación va cayendo en huecos y baches y abismos de trivialidades que oscilan en lo familiar, en lo escolar, en las desmemorias, en las distancias. De pronto, cuando la plática ha tomado un rumbo inalterable, a H. le dan unas brutales y tremendas ganas de llorar, como es habitual cuando habla por teléfono con cualquier miembro de su familia, pero como es hombre, y los hombres, piensa H., sólo lloran hacia adentro, se muerde el labio y continúa como si nada, con los ojos a punto de desbordarse en lágrimas, a punto de derretirse, como si fuera la bombilla del living un insoportable sol y los ojos unos inanimados cubos de hielo. Cuando la llamada termina, cuando los auriculares se despiden del sentido del oído, el sentimiento de llanto ha pasado, mas no el hueco en el pecho, un hueco en el pecho de los malos, de esos que no se llenan con nada. Mientras H. trata de restablecerse, A. se levanta del sillón donde miraba televisión y avisa que irá a un cibercafé durante una o dos horas. A. sale, presiona el botón del elevador. Cuando H. escucha el sonido del ascensor que está, paradójicamente, descendiendo a la planta baja, toma el teléfono, levanta el auricular y marca un largo número. ¿Bueno?, contesta una dulce voz divina. Mamá, soy yo, dice H.
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